LIBRO PRIMERO
EL EVANGELIO MALDITO
PRIMERA PARTE UN ANTIGUO PAPIRO, UN NUEVO EVANGELIO (Albores del siglo I)
PREFACIO
Año 44 de la Era cristiana Jerusalén, Judea. El joven Samos permanecía aferrado a los fríos barrotes cruciformes adosados en el único ventanuco con el que contaba aquella angosta y pestilente celda, en cuyo interior, Santiago apuraba las últimas horas de su cautiverio, sentado a una basta mesa de carcomida madera, deslizando el cálamo sobre el papiro.
El muchacho observaba con tristeza a aquel hombre que frisaba la cincuentena de años; su curtido rostro, tostado y surcado por un piélago de arrugas, fruto de la continua exposición al sol y al cortante frío predominantes en las largas jornadas de pesca, aparecía cubierto por una rala y desaliñada barba entrecana, la cual se mesaba con su adusta mano mientras leía lo último que había plasmado sobre el papiro antes de volver a mojar el cálamo en el tintero y reanudar la escritura.
El contenido de aquel escrito que redactaba Santiago era algo que escapaba a Samos. No obstante, aquello no era novedoso para él, pues en los últimos años había visto al pescador pasar largas jornadas de escritura sin apenas descanso. En aquellas ocasiones no había osado preguntar por el contenido de lo que escribía, y esta vez no iba a ser menos. El muchacho tan solo se había limitado a complacer el requerimiento que el pescador le había hecho esa misma mañana de que le procurase recado de escribir.
Y así lo había hecho el solícito muchacho, quien, por primera vez en los dos días de presidio de Santiago, había abandonado su lugar junto al ventanuco de la celda para satisfacer la solicitud del pescador e ir en busca de papiro, cálamo y tinta.
A Santiago y a Samos no les unían lazos de sangre; sin embargo, el pescador se había convertido en el mentor del muchacho cuando este tan solo contaba con días de vida, salvándose de una muerte segura. Y ahora, por el contrario, era Santiago el que encontraría la muerte en cuestión de minutos… sin que Samos pudiese hacer nada por evitarla.
Desde hacía dos días, Samos tenía grabada en su mente, de forma indeleble, una truculenta palabra que no lograba borrar de su cabeza, modificándolo continuamente.
¡Decapitación!
De aquella forma tan atroz iban a separarlo definitivamente de su mentor, si bien, para el consternado muchacho, el pescador se había convertido en mucho más que su mentor desde el mismo instante en el que se había cruzado en su camino, hasta el punto de considerarlo como el padre que nunca conoció.
Ocurrió diecisiete años atrás, cuando, con la caída de la tarde, Santiago regresaba a casa en compañía de su hermano Juan tras una agotadora jornada de pesca en el lago Genesaret. Emprendían el ascenso de una colina aneja al lago cuando Juan, frenando en seco sus pasos, se dirigió a su hermano:
—¿Oyes eso, Santiago?
Santiago lo miró con extrañeza.
—¿El qué, hermano?
Juan levantó una mano.
—Escucha con atención…
Santiago aguzó el oído y percibió el lejano llanto de lo que parecía un recién nacido.
—¡Procede de allí! —gritó a la par que señalaba con su mano unos matorrales que se encontraban a un centenar de pasos de distancia.
Los dos hermanos apresuraron el paso hasta llegar a la altura de los matorrales.
Fue Juan quien apartó la maleza, descubriendo a los atónitos ojos de los pescadores un amasijo de lienzos bajo los que se ocultaba una menuda criatura.
Santiago no dudó en coger el bulto en sus brazos y destaparlo.
—Es un niño —confirmó tras una breve inspección ocular, volviendo a cubrir el desnudo cuerpo del bebé—. Deben de haberlo dejado aquí abandonado.
Así fue como Santiago se convirtió en el protector de aquel niño desvalido y abandonado a su suerte. Como quiera que desconocía si la desdichada criatura poseía nombre, y en recuerdo del lugar donde lo habían hallado, Santiago tomó la determinación de llamarlo Samos, que significa colina cerca del río.
Samos era aún muy pequeño y su memoria no alcanzaba a recordar aquel día en el que su benefactor se había separado de él por primera vez, dejándolo a cargo de unos familiares; sin embargo, conocía por boca del pueblo que Santiago, su hermano Juan y un grupo de pescadores se habían embarcado en una peregrina aventura como seguidores de un hombre al que apodaban El Nazareno, un ídolo de masas para muchos y un pobre loco para otros, que afirmaba ser el Hijo de Dios, enviado por Esté a predicar Su palabra y dar a conocer el reino de los cielos y la verdadera Iglesia, y que, finalmente, fue apresado por la justicia, procesado y condenado a morir crucificado.
A su regreso, Santiago fue en busca del pequeño Samos; no obstante, nunca le relató las vicisitudes de aquel viaje que emprendió junto a aquel excéntrico hombre llamado Jesús. Tan solo se limitó a transmitirle las enseñanzas del oficio de pescador, las cuales aprendió Samos con sorprendente prontitud antes de que ambos se embarcaran en una encadenada serie de viajes que los llevó a peregrinar hasta el sur de Hispania para, posteriormente, desplazarse al norte por tierras portuguesas hasta alcanzar la localidad gallega de Iria Flavia, desde donde, más tarde, prosiguieron viaje al este peninsular para pernoctar en Lugo, Astorga, Zaragoza y Valencia.
La mayor parte del tiempo de aquellos viajes, Santiago lo había invertido en la escritura, pasando las horas muertas encorvado sobre el papiro, redactando sin descanso escritos con un secretismo rayano en lo prohibido. Fiel a su reservado carácter, el pescador nunca le reveló al muchacho el contenido de cuanto escribió.
Finalmente regresaron a Jerusalén, donde se encontraron con la desagradable sorpresa de la detención de Santiago por parte de las huestes de Herodes Agripa, rey de Judea, quien había emprendido una campaña de busca, captura y muerte de miembros y partidarios de la Iglesia.
Samos escuchó a su izquierda un batiburrillo de voces y risas. Desvió la mirada y observó cómo la plebe iba congregándose paulatinamente en torno al cadalso de ejecución, dispuesto en el centro de una recoleta plaza en la que, en cuestión de minutos, sería ajusticiado públicamente su mentor mediante la decapitación.
Cuando el muchacho volvió la vista al interior de la celda, se percató de que Santiago se había levantado del taburete y se dirigía al ventanuco con los pliegos de papiro en la mano.
A través de los barrotes le hizo entrega de ellos antes de decirle:
—Escucha con atención, hijo… Tengo una misión que encargarte: debes esconder ese documento, pero has de hacerlo lejos de esta ciudad. Y sobre todo, no desveles el lugar donde lo ocultes a nadie… Que sea el propio destino quien se lo muestre a la humanidad. ¿Lo has comprendido?
Samos asintió, perplejo, ante el encargo de su mentor, y ocultó el pliego de papiros bajo su túnica.
—Ya has cumplido diecisiete años —prosiguió el pescador—, eres fuerte, responsable y posees sobrados conocimientos de pesca como para salir adelante solo. Ve a casa y busca en una trampilla del suelo bajo mi cama. Allí encontrarás monedas suficientes para emprender viaje lejos de esta ciudad… Cuanto más lejos tanto mejor. Y recuerda que no debes desvelar a nadie la ubicación del escrito.
Samos se disponía a abrir la boca cuando, en el interior de la celda, se escuchó el tosco y sibilante sonido de un cerrojo al descorrerse.
—Vete ya, hijo… Buena suerte.
Samos se quedó inmóvil, siendo consciente de que aquella despedida era para siempre. Su labio inferior comenzó a temblar ostensiblemente y unas lágrimas amenazaron con brotar de sus ojos.
—¡Corre, Samos, corre! —le exhortó Santiago.
El muchacho rompió a llorar y echó a correr todo lo rápido que pudo, perdiéndose por un dédalo de callejuelas, apretando contra su pecho el fajo de papiros que contenía un escrito ignoto para él.
La puerta de la celda se abrió, apareciendo tras ella dos soldados armados.
—Es la hora —anunció uno de ellos—. ¡Andando!
Una vez en el cadalso, un membrudo verdugo le maniató las muñecas a la espalda y lo obligó a arrodillarse para que posase la parte izquierda de su rostro sobre un duro tocón de madera. Santiago no opuso resistencia, dejándose hacer resignadamente. Cerró los ojos y bisbiseó una ininteligible plegaria, encomendando su alma al Altísimo. Instintivamente, levantó los párpados y vio a un hombre que lo observaba fijamente bajo el patíbulo, y que vestía una holgada túnica burdeos, ocultando su larga cabellera con la capucha.
Santiago reconoció al instante a aquel hombre de cuarenta y cuatro años, de ojos marrones que transmitían compasión e indulgencia, nariz aquilina y barba de incipientes matices cenicientos que le recorría el anguloso rostro.
—¡Maestro! —murmuró Santiago en un susurro apenas audible—. Perdóname por la confesión que acabo de dejar escrita…
Aquellas fueron las últimas palabras que pronunció Santiago antes de que la brutal descarga del afilado acero sobre su cuello hiciera rodar su cabeza por el entarimado del cadalso.