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Paul Kalanithi Recuerda que vas a morir. Vive

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A la edad de treinta y seis años, y a punto de acabar una década de residencia para obtener un puesto fijo como neurocirujano, a Paul Kalanithi se le diagnosticó un cáncer de pulmón en estadio IV. Pasó de ser un doctor que trataba casos terminales a ser un paciente que luchaba por vivir. Recuerda que vas o morir. Vive es una inolvidable reflexión sobre el sentido de nuestra existencia. 


Una meditación humilde y llena de asombro que muestra el poder de la empatía; la infinita capacidad de resiliencia del ser humano para dar lo mejor de sí mismo cuando se enfrenta a lo que más teme. 

Paul Kalanithi nunca vio publicado este libro, «unas profundas y emotivas memorias sobre la familia, la medicina y la literatura» (The Washington Post), que ha impresionado a cientos de miles de lectores. Su publicación en casi cuarenta países y su aparición en las listas internacionales de los más vendidos confirman que este «libro imprescindible» (The New York Times) es su legado más preciado.

PRIMERA PARTE 
EN PERFECTA SALUD COMIENZO

Yo estaba seguro de que no sería médico. Me tumbé al sol en una meseta desértica que quedaba justo por encima de nuestra casa y me relajé. Mi tío, médico como muchos de mis parientes, me había preguntado ese día a qué profesión pensaba dedicarme, ahora que me iba a la universidad, y yo apenas había hecho caso a la pregunta. Si me hubieran obligado a responder, supongo que habría dicho que quería ser escritor, pero, en realidad, pensar en ese momento en una profesión determinada me parecía absurdo. 

En pocas semanas iba a abandonar este pequeño pueblo de Arizona, y la verdad era que no me sentía como el que se dispone a trepar por los peldaños de una carrera profesional, sino más bien como un electrón frenético a punto de alcanzar la velocidad de escape y de salir disparado hacia un universo extraño y destellante. Permanecí tumbado sobre la tierra, inmerso en la luz del sol y en los recuerdos, sintiendo cómo iba encogiendo de tamaño este pueblo de quince mil habitantes, a mil kilómetros de mi nueva residencia en Stanford y de todas sus promesas. 

Para mí, la medicina no era tanto una presencia como una ausencia; concretamente, la ausencia constante de un padre mientras yo crecía: un padre que salía a trabajar antes del alba y que volvía de noche para cenar un plato de comida recalentada. Cuando yo tenía diez años, mi padre nos había trasladado (éramos tres chicos de catorce, diez y ocho) de Bronxville, Nueva York, un barrio residencial denso y acaudalado al norte de Manhattan, a Kingman, Arizona, que estaba en un valle desértico rodeado por dos cordilleras y que, para el mundo exterior, no pasaba de ser un punto donde detenerse a repostar de camino a otra parte. 

Él se había sentido atraído por el sol, por el coste de la vida —¿cómo, si no, iba a poder sufragar la educación universitaria que quería para sus hijos?— y por la oportunidad de establecer una consulta de cardiología propia que abarcara toda la región. Su infatigable dedicación a los pacientes lo convirtió enseguida en un miembro respetado de la comunidad. 

Cuando nosotros lo veíamos, a última hora de la noche o los fines de semana, mi padre venía a ser una combinación de dulces muestras de afecto y severas imposiciones, de abrazos y besos y rígidas advertencias: «Es muy fácil ser el número uno: averigua quién es el primero de la clase y saca un punto más que él». Mi padre había alcanzado una especie de solución de compromiso consigo mismo según la cual la paternidad podía destilarse en breves y concentradas (pero sinceras) ráfagas de alta intensidad capaces de igualar…, bueno, lo que hicieran los demás padres. 

Y yo sólo sabía que si ése era el precio por ejercer la medicina, sencillamente resultaba demasiado alto. Desde mi meseta desértica, veía nuestra casa, justo en las afueras del pueblo, al www.lectulandia.com - Página 20 pie de las montañas Cerbat, en medio de un desierto de roca rojiza salpicado de mezquites, plantas rodadoras y cactus con forma de paleta. Allí surgían de la nada remolinos de polvo que enturbiaban la visión y desaparecían tal como habían llegado. 

Los espacios se extendían hasta perderse a lo lejos. Nuestros dos perros, Max y Nip, nunca se cansaban de su libertad. Cada día se aventuraban por el desierto y traían a casa un nuevo tesoro: una pata de ciervo, un pedazo de liebre para comerlo más tarde, el cráneo blanqueado por el sol de un caballo, la mandíbula de un coyote. A mí y a mis amigos también nos encantaba la libertad y nos pasábamos las tardes explorando, caminando, buscando huesos y descubriendo los escasos riachuelos del desierto. 

Después de vivir en un barrio residencial apenas arbolado del noreste, con una calle principal y una tienda de dulces, el desierto ventoso y salvaje me resultaba extraño y atrayente. En la primera incursión que hice yo solo, a los diez años, descubrí una vieja rejilla de irrigación. Hice palanca con los dedos y la levanté. 
Ahí mismo, a unos centímetros de mi rostro, había tres telarañas blancas y sedosas y, en cada una, desfilando con patas ahusadas, un reluciente y bulboso cuerpo negro, con el temible reloj de arena rojo sangre impreso en el lomo. Cerca de cada araña palpitaba un saco blanquecino anunciando el inminente nacimiento de una infinidad de viudas negras. Solté con horror la rejilla, que se cerró ruidosamente, y retrocedí tambaleante. 

Las nociones de sabiduría campestre («Nada más mortífero que la picadura de la viuda negra») se mezclaron en mi horrorizada mente con la imagen de los cuerpos negros y relucientes y del reloj de arena rojo. Sufrí pesadillas durante años. El desierto contenía un panteón terrorífico: tarántulas, arañas lobo, arañas reclusas, escorpiones de corteza, escorpiones látigo, ciempiés, palomillas dorso de diamante, crótalos cornudos, serpientes de cascabel. 

Al final llegamos a familiarizarnos, incluso a sentirnos cómodos, con esas criaturas. Por simple diversión, cuando mis amigos y yo encontrábamos un nido de araña lobo, dejábamos caer una hormiga en la periferia y observábamos cómo sus intentos de zafarse transmitían las vibraciones por las hebras de seda hacia el oscuro agujero central, acelerando el momento fatídico en que la araña emergía bruscamente y atrapaba entre sus mandíbulas a la condenada. Sabiduría campestre se convirtió en la expresión que yo usaba para referirse a la versión rural de la leyenda urbana. 

Tal como yo la aprendí en un principio, la sabiduría campestre otorgaba poderes mágicos a las criaturas del desierto, convirtiendo, digamos, al monstruo de Gila en una criatura no menos monstruosa que la Gorgona. Sólo tras un tiempo viviendo en el desierto, descubrimos que una parte de la sabiduría campestre, como la existencia del lebrílope (mezcla de liebre y antílope), había sido concebida expresamente para desconcertar a la gente de ciudad y divertir a los habitantes de la región. 

Una vez me pasé una hora convenciendo a un grupo de estudiantes de intercambio procedentes de Berlín de que existía, en efecto, un tipo especial de coyote que vivía dentro de los cactus y daba saltos de diez metros para atrapar a sus presas (por ejemplo, ejem…, a los alemanes incautos). Aun así, en medio de un torbellino de arena, nadie sabía muy bien dónde se www.lectulandia.com - Página 21 hallaba la verdad; por cada noción de sabiduría campestre que parecía absurda, había otra que daba la impresión de ser fundada y verídica. 

«Mira siempre dentro de los zapatos por si hay escorpiones», por ejemplo, parecía algo de simple sentido común. A partir de los dieciséis años se suponía que yo debía llevar en coche a mi hermano menor, Jeevan, al colegio. Una mañana, mientras estaba preparándome para salir, como siempre con retraso, Jeevan, que aguardaba impaciente en el vestíbulo, empezó a gritarme que no quería que volvieran a castigarlo por culpa mía y que hiciera el favor de darme prisa. Bajé corriendo las escaleras, abrí la puerta de golpe… y a punto estuve de pisar una serpiente de cascabel dormida de casi dos metros. 

Otro hecho conocido de la sabiduría campestre era que si matabas a una serpiente de cascabel en la puerta de tu casa, su pareja y sus vástagos vendrían a hacer allí un nido permanente para vengarse. Así pues, Jeevan y yo lo echamos a suertes: el ganador cogió una pala y el perdedor unos gruesos guantes de jardinero y una funda de almohada, y ejecutando una danza seria y cómica a la vez, conseguimos meter a la serpiente en la funda. Luego, como un lanzador olímpico de martillo, la arrojé hacia el desierto, con la idea de recuperar la funda por la tarde para evitar problemas con nuestra madre.


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