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Fuera llueve, dentro también: ANTONIO DIKELE DISTEFANO pdf

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ANTONIO DIKELE DISTEFANO ME ENAMORÉ DE ELLA PORQUE UNA NOCHE ME SONRIÓ. CUANDO SALIMOS JUNTOS, ME DI CUENTA DE QUE LE SONREÍA A TODO EL MUNDO. 

Hacía varias semanas, meses quizá, que había dejado de quererla, pero seguía sintiendo celos. La idea de que pudiera ser feliz con otro me resultaba insoportable. No quería que me olvidara, que pasar completamente de mí, que nos convirtiéramos en miradas que se cruzan en el metro a las siete de la mañana. Era como esos niños que tienen montones de juguetes que ni siquiera usan, pero que tampoco prestan a nadie. 

De esos que sueltan impulsivamente «es mío» con tono tajante. «Vosotros, los hombres, tratáis mal a quien os quiere, pero os dejáis tratar mal por quien no os quiere...» Pero no era solo que ya no la quisiera, sino que la odiaba. La odiaba cuando salíamos con mi mejor amigo y ella se pasaba todo el rato mirándolo, sonriéndole como si quisiera decirle algo. Algo que no tenía nada que ver conmigo. Y yo no lograba hacer como si nada, disimular el miedo que me daba lo que habría podido pasar. Cuando intentaba hablarle de eso, me decía que era un paranoico. 

«Pero ¿cómo se te ocurre? Es feo. ¡Aunque no tuviera novio, nunca saldría con él!» Había pasado de estar loco por ella a estar simplemente loco. ¿Qué motivo tenía para inventármelo todo? ¿Por qué iba a buscar un pretexto para discutir? Me cabreaba que mi amigo no hiciera nada para evitar esas miradas, sino todo lo contrario, que las buscara. Era como si yo no existiera. En cuanto me distraía un momento, ya se estaban mirando. Al pensarlo, todavía me molesta. Fui perdiendo la costumbre de leer sus mensajes, de decirle «Ya llego», «¿Te apetece hacerlo?», 

«¿Dónde estás?», de decirle que viniera si salía con mis amigos. Cuando lo dejamos, comprendí que no tenía celos de ella, sino de ellos, porque otro hombre, sin hablar ni hacer nada, la hacía sonreír. Cuando una historia se acaba, quedan los mensajes, las fotos, los intentos de arreglarlo todo, las cosas que no se han dicho. Páginas de la memoria, fragmentos de algo que se podría reconstruir con la imaginación en cualquier momento. Me acuerdo de que siempre me enfadaba cuando me escribías «si quieres, mañana nos vemos...», porque, cuando se trataba de ti, yo siempre quería. 

Me acuerdo de lo feliz que me hizo que me dijeras que habías instalado Skype, porque así, si un día nos peleábamos, nos encontraríamos allí, entrando los dos a la vez para decirnos que nos echábamos de menos. Y cada mensaje tiene tu rostro mirándome todavía. Adhesivos que se desprenden porque ya ha pasado mucho tiempo, arena bajo los pies de quien no sabe que un día fuimos piedras. Salimos juntos siete meses, y durante tres solo fui tu chico. Después lo dejamos. Te veías desde hacía meses con un amigo, a mis espaldas. Con un amigo mío. 

Por eso yo era solo tu chico, porque nuestra relación solo era apariencia y se limitaba a «estar físicamente cerca», nada más. Te había conocido el verano anterior. Le pedí tu correo electrónico a tu hermano y poco después empezamos a salir. Me llamabas «Anto», no lo soportaba, yo te llamaba «Amor», tú sí lo soportabas. Mis frases siempre acababan con una coma. Me salía espontáneamente porque no quería que nuestras conversaciones se acabaran nunca. Pero acababan. A las once me dabas siempre las buenas noches. «Tengo que irme, Anto. Mañana tengo un examen. Buenas noches, un abrazo.» «Hasta mañana. Buenas noches.» Pero yo no dormía. Releía todo lo que nos habíamos escrito, tenía el «síndrome del SMS». —¿Cuándo naciste? —me preguntaste un día. Era nuestra segunda cita, y cada pregunta era una manera de llenar el silencio para no aumentar la vergüenza que sentíamos. 

Estábamos a punto de darnos el primer beso, sentados en la parada de autobús que hay enfrente del bar Fellini. —El 25 de mayo, ¿por qué? —Eres Géminis. —¿Y eso importa? —¿Te acuerdas de Cioè, aquel tebeo que se puso de moda hace unos años? En las dos últimas páginas había un horóscopo con una tabla que indicaba quién iba a ser el amor de tu vida según a tu signo zodiacal. Siempre me salía «Géminis» y todas mis amigas decían: «¡No! ¡Es imposible!». —En pocas palabras, acabas de decirme que me quieres... —No lo digo yo, sino el tebeo. La música, el insomnio y los apodos eran tu especialidad. También te gustaban las estrellas: «Siempre nos observan, mientras que nosotros las miramos solo cuando se caen». 

Y te encantaban Los novios de Manzoni y la gimnasia artística. Te quería desde hacía unas horas, unos días. Te llamaba continuamente y acercaba el móvil a la cadena de música para decirte que fuera estaba oscuro, pero que tú existías, amor. Te repetía las palabras de Tiziano Ferro. Pero a ti te gustaban los Tokyo Hotel. —Ven aquí. —No, ven tú. —Va, ven tú, siempre voy yo. Quedábamos a mitad de camino. Ya había estado en su casa, pero aquella noche me quedé a cenar. Comimos todos juntos, su padre no me quitó el ojo de encima y su madre me acribilló a preguntas. Aquello no fue una cena, sino un interrogatorio en toda regla. «Antonio, ¿a qué instituto vas?» «Antonio, ¿ya sabes a qué universidad vas a ir?» «Antonio, ¿a qué te dedicas?» Odio la pregunta «¿a qué te dedicas?». Como si el trabajo definiese nuestras vidas. 

El trabajo, en realidad, las ennoblece. Si hubiera sido más descarado, aquella noche habría respondido: «Me dedico a querer a su hija». No lo hice. Hay chicos que viven cada día de su vida pendientes de lo que podría gustarles o no a sus padres y, por suerte, yo les gustaba a los suyos. La madre llevaba la ropa de su hija con desenvoltura, y si no hubiera sido por las arrugas, que no ocultaba con ningún maquillaje, le habría echado treinta años. El padre era un tipo sencillo. Un hombre moderno, enamorado, ambicioso, joven, una persona capaz de dirigir sus pasos hacia lo que realmente quería. 

Me habría gustado ser un padre así. Sin que ellos lo supieran, decidí que si teníamos un hijo, sería chico y lo llamaríamos Erik. Me imaginaba un niño único en el mundo, diferente de todos los demás, pero igualmente maravilloso. Los mulatos son muy guapos, y así sería nuestro hijo, de mi sangre pero de otro color. Creo que el mundo es como un piano cuyas teclas, blancas y negras, emiten una dulce melodía. Como las galletas Oreo. Nunca he estado de acuerdo con los que dicen que todos somos iguales. Mi padre tampoco. Decía: «Todos estamos al mismo nivel, cada uno de nosotros es un cero, porque el cero no es un número, sino un punto que hay que llenar, y cada uno tiene que decidir con qué quiere llenarlo...». 

Y proseguía: «Antes de que los blancos llegaran a África, nosotros éramos ciudadanos. Y aunque no sabíamos comer con cubiertos, tampoco sabíamos lo que era el hambre. Sin embargo, ahora no somos más que monos clandestinos que vienen a sus países a robarles el trabajo, cuando fueron ellos los que nos robaron la dignidad. El día en que ya no haya extranjeros, les tendrán tirria a los homosexuales, a los obesos, a los del sur, a los comunistas, a las mujeres, a los parados. Y cuando ya no les quede nadie, se tendrán tirria a sí mismos, porque comprenderán que se merecen la soledad». Mi padre se merecía un abrazo.Siempre hablaba de África, de Sankara, Lumumba, Mandela y Neto. Cuando yo era pequeño, decía: 

«¡Tienes que llegar a ministro de Educación de Angola, el mundo te necesita!». Creo que siempre le he decepcionado, él quería un hijo con carrera y a mí nunca me ha interesado la universidad; quería un hijo independiente y, en cambio, yo solo soy cabezota. Pero jamás me ha echado nada en cara. Nunca olvidaré las tardes en que me subía a su Opel y me llevaba a dar una vuelta. Me contaba historias fantásticas. Era como si yo ya hubiera estado bajo los edificios coloniales y en el puerto del casco antiguo de Luanda, en los locales nocturnos de Osu y en el mausoleo de Acra, o a los pies del oleoducto de Kinshasa. Él me llevaba hasta allí en nuestro Opel. 

Creo que han inventado los colores para que el mundo sea más alegre, no para diferenciar a las personas. Papá decía medio en broma: «Cada uno de nosotros es un patrimonio étnico. Somos testigos de un cambio. Este país será multicultural en parte gracias a nosotros». Tenía razón. Éramos la primera familia de color del barrio, yo era el único niño negro de la clase, y mi padre, el único empleado negro de su empresa; probablemente, el primero. 

Éramos únicos, pero para mí eso era una desventaja. Cuando era pequeño no comprendía lo que significaba «sucio negro». Me lavaba cada noche antes de irme a la cama. Había tres cosas con las que mi madre no transigía: el colegio, la higiene y ni se te ocurra fumar o beber alcohol. Por lo que respecta el tercer punto, llegó a pedirme que lo prometiera, algo que todavía mantengo.

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