Cuando la joven Natalia abandona el orfanato para reunirse con un padre totalmente desconocido, no se podía imaginar que la verdadera pesadilla estaba a punto de comenzar para ella. A través de los diarios de su madre muerta, descubrirá una realidad que llevaba oculta largo tiempo. Los fantasmas despiertan y una oscura amenaza se cierne sobre ella hasta que abandona el hogar. Años después, la pesadilla volverá a comenzar. Solo que, quizá, esta vez no haya escapatoria… 1.La Muerte ha regresado. 2.Tiene hambre. 3.Te está buscando. 4.No la mires a los ojos. 5.Si tu ventana aparece abierta, ¡huye!
Diario de Natalia (I) Orfanato La Misericordia, Zabalburu (Bilbao), domingo 30 de junio, 1974. ¡Hoy es un gran día para mí! El viernes finalizó el curso escolar, ¡por fin!, y mis compañeras de vida y colegio me acaban de hacer este magnífico regalo: tú. Nunca me habían regalado nada hasta que tú has llegado, ¿sabes? Tampoco había tenido un diario hasta hoy (ni nada de mi propiedad, para serte sincera), y ya sé que serás mi mejor amigo. Para siempre. Las chicas me han hecho llorar y no me gusta llorar en público. Me como las lágrimas a base de riñón. Les obligo a deshidratarse antes de que se atrevan a asomarse a mis ojos y nunca, nunca, nunca lloro en público… aunque me esté deshaciendo por dentro.
No les daré ese gusto. ¡A saber cuánto tiempo han estado ahorrando las pobres, peseta a peseta, para regalármelo! Muy pocas reciben dinero aquí. Solo cuando sus padres vienen a verlas, ¡pero ocurre tan pocas veces! Ojalá te hubiera tenido antes para distraerme contigo cuando a mí no me visitaba nadie… Entré en esta horrible cárcel de hormigón con apenas un mes de vida, con los ojos cerrados a un mundo que se me negó y, solamente una vez en todo este tiempo, ha venido a verme mi padre, cuando mi madre llevaba ya diez años enterrada. Ni siquiera pude asistir a su funeral. Habría sido un gran día para conocerla quizá… ¡Quién sabe! Pero no quiero ponerme triste pensando otra vez en la madre que jamás tendré ni en los brazos que nunca me cobijarán. ¡Hoy cumplo dieciséis años! ¿Sabes qué significa eso? ¡Que es muy probable que salga pronto de aquí como el resto de las chicas! Ser libre, ver el cielo, conocer el mundo, quizás a un chico… Tengo ganas de saltar, de gritar y silbar. Si no estuviera prohibido, creo que lo haría…
Observo ahora mismo a las chicas cómo juegan en el patio a Alturitas y pienso que las echaré de menos. No a este lugar, por supuesto, pero a ell…
—¡Natalia!
—la llamó la monja desde las alturas. Natalia cerró el diario de manera inconsciente y esbozó una sonrisa forzada ante la hermana de hábitos tan negros como su alma. Cada vez que la veía, recuperaba aquel terrible dolor de cabeza a modo de recordatorio del día en que la mandó al hospital, inconsciente, después de partirle un palo de escoba en la cabeza.
—Sor Asunción… dígame
—contestó ella mientras se levantaba del suelo y escondía su tesoro de papel bajo la cinturilla de la falda.
—Hoy es el último día que vendrás con nosotras a la sala de costura
—le comunicó con una cara que no albergaba emoción alguna. El pecho de Natalia se agitó como una bandera al viento y, en esa ocasión, se permitió una sonrisa verdadera. Guardó silencio, pues ya sabía lo que le esperaba de no hacerlo, y aguardó a que ella hablara.
—Mañana a primera hora viene a buscarte tu padre. Te vas con él. Estate preparada…
—añadió antes de girarse y desaparecer del mismo modo frío e impersonal. Los ojos de Natalia la traicionaron al cristalizarse. Estaba ahogada por los nervios, el miedo y la esperanza. Se iba a vivir con un padre extraño y el mundo que conocía hasta entonces desaparecería para siempre…
Santurce (Vizcaya), martes 9 de julio, 1974 No me gusta este sitio, querido diario. No, no y no. No me gusta mi padre ni la vida que me aguarda con él. Pero tampoco podría (ni querría) volver al orfanato. Entonces, ¿adónde ir? Me mira con los ojos llenos de rabia, incluso con odio. ¿Por qué, Padre? Me apuñala con su mirada hasta dejarme sin aliento, hasta que el pecho grita de dolor. Y otras… aún es peor. Pasea sus ojos de sapo sobre mí mientras estos se pegan, viscosos, a mi piel, y su lengua de lagartija acariciando sus labios, relamiéndose como si yo fuera su comida. No sé mucho (nada, en realidad) acerca de cómo se comportan un padre y una hija, pero sé que así no es. No puede ser, no debe ser…
¿Para qué me trajo aquí con él entonces? Sé que le incomodo, que no me quiere. Quizá únicamente me tolera porque soy su manera de disfrutar de criada gratis. ¿Has visto acaso otro servicio doméstico más económico que yo? Plancho, lavo, limpio, cocino y friego para él… y nada más. No hay conversaciones ni trato entre nosotros. Jamás sonríe. Jamás. Solo esas miradas insoportables acompañadas del cruel silencio. Nada más. Y quizá deba dar gracias de que no haya nada más. ¡No lo aguantaría! No podría. El primer día me dijo que podía salir a la calle siempre que hubiera cumplido con mis deberes y dentro de unos horarios. ¿Pero adónde ir? ¿Con quién? ¿A hacer qué? No conozco a nadie fuera del orfanato, mi querido amigo. Solo te tengo a ti para hablar, para contarte que todo ahí fuera me da miedo. No sé qué hace la gente en una vida real.
Yo apenas he comenzado a nacer… Ayer me armé de valor y, cuando Padre estaba comiéndose el segundo plato, me senté frente a él y le pregunté, con los ojos sumisos descansando sobre mis rodillas… Natalia dejó la estilográfica sobre el escritorio y rememoró, con un nudo en la garganta, la conversación mantenida el día anterior:
—Padre…
—dijo ella con la voz titubeante. El hombre levantó la cabeza del plato, sorprendido ante la voz que violaba su preciado silencio, y la miró con ojos escrutadores sin pronunciar palabra.
—¿Por qué me abandonaron?
—le soltó ella sin poder contenerse. Los ojos del padre se agrandaron por la sorpresa. Un segundo más tarde, retomó sus pasos de baile con el tenedor y continuó a lo suyo. Natalia se quedó observando cómo el hombre engullía y, llena de una determinación que ignoraba poseer, se levantó del asiento y le arrebató el plato. El padre volvió a mirarla con una expresión de curiosidad.
—No volveré a cocinar para usted si sigue tratándome así…
—¿Así? ¿Cómo?
—la voz ronca del hombre llenó la cocina.
—Sin hablarme. Soy su hija.
—¿Y qué harás?
—preguntó él, casi divertido.
—Irme… —dijo ella sin pensarlo realmente.
—¿Ah, sí? ¿Y adónde irías, muchachita?
—A servir interna a una casa
—improvisó ella, asombrada. Era como si alguien le estuviera dictando qué debía decir, pues nunca había sido muy espabilada
—. ¿No es lo que hago aquí? Al menos allí tendré un sueldo y seguro que alguien me habla más que en esta casa.
—¡Será posible!
—murmuró el hombre. Ella se cruzó de brazos conteniendo una sonrisa de victoria. ¡Había ganado! —¿Y bien?
—dijo ella envalentonada, rezando en su interior para que no la pusiera de patitas en la calle. —¿Qué quieres saber?
—claudicó al fin él con una mueca de fastidio mientras observaba cómo su tortilla de patatas se enfriaba por momentos.
—Todo y nada a la vez
—dijo Natalia enfrentándose por primera vez a su mirada
—. ¿Cómo se llama usted? ¿Cómo se llamaba Madre? ¿Quién eligió mi nombre? ¿Por qué me dejaron allí? ¿Por qué nunca quisieron conocerme? ¿Cuándo y de qué murió ella?
—Me llamo Darío
—dijo antes de levantarse y abandonar la cocina de improviso. Natalia se quedó con la boca abierta mirando a aquel hombre, tan alto y fuerte como desconocido, que desaparecía, una vez más, como una constante en su vida. Los ojos le picaron de indignación.
«¿Qué voy a hacer?» se preguntó, muerta de miedo, mirando en derredor. Su padre regresó al cabo de unos minutos. Llevaba en la mano un legajo desordenado de libros y papeles, que parecían pesarle a juzgar por cómo arrastraba el desánimo por el suelo. Natalia supo al instante que aquello sería importante, revelador. Miró a la cara del hombre que la había traído al mundo y reparó en que parecía más viejo que al salir, mucho más viejo.
—Toma. Tu madre se llamaba Azucena. Era maestra antes de… enfermar
— dijo con evidente incomodidad, como si estuviera librando una encarnizada batalla con las palabras para poder pronunciarlas. ¿Cuánto había estado este hombre sin hablar con nadie?
—¿Qué es?
—preguntó ella al tiempo que alargaba el brazo y tomaba entre sus manos el montón de papeles. El hombre suspiró aliviado al verse libre de su contacto.
—Son sus cosas. No sé lo que pone. No sé leer
—afirmó encogiéndose de hombros
—. Lo mío siempre ha sido la granja. Y, ahora, dame mi comida y desaparece de mi vista. Ya has agotado la conversación de todo el mes
—añadió él tratando de fingir que ya no la veía. Natalia bajó la vista hacia el tesoro que acaba de regalarle y, con la voz y las piernas temblorosas, musitó un «Gracias» mientras se alejaba corriendo hacia su pequeño dormitorio.
Subió las escaleras de dos en dos peldaños, de tres en tres… todo lo que le permitían sus cortas piernas, fruto de una alimentación empobrecida y deficiente en su infancia. Se echó sobre la cama, aguantando las lágrimas por pura costumbre, y esparció todo aquello sobre las sábanas.
—Informes médicos, un cuaderno de dibujo con algunas fotografías dentro y varios cuadernos numerados a modo de diario
—enunció Natalia en voz alta, cada vez más nerviosa. Cogió un informe al azar. «Esquizofrenia paranoide» decía. «¿Qué será eso?» se dijo mientras se preguntaba si habría cerca una biblioteca para consultarlo. Continuó leyendo los informes, pero no comprendía tres de cada cuatro palabras escritas en ellos. Exasperada, optó por esperar a leerlos junto a la luz de un diccionario. Así tendría más opciones de entender, puesto que la educación que le habían otorgado las monjas había sido más limitada que el uso de la violencia que dirigían hacia ellas (o contra ellas). Los depositó apilados a un lado y abrió el primero de los tres cuadernos- diario de su madre…