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CARL SAGAN EL MUNDO Y SUS DEMONIOS LA CIENCIA COMO UNA LUZ EN LA OSCURIDAD

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Te deseo un mundo Libre de demonios y lleno de luz,

CAPÍTULO 1  
LO MÁS  PRECIADO

Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la televisión comercial. Amablemente, los organizadores me habían enviado un chofer. 



—¿Le molesta que le haga una pregunta? 
—me dijo mientras esperábamos la maleta. No, no me molestaba. 
 —¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel? Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el pelo? Finalmente lo entendí. 
 —Yo soy el científico aquel 
—respondí. Calló un momento y luego sonrió. 
 —Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el suyo. Me tendió la mano. 
 —Me llamo William F. Buckiey. (Bueno, no era exactamente William F. Buckiey, pero llevaba el nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.) 

Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me dijo que se alegraba de que yo fuera «el científico aquel» porque tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba? No, no me molestaba. Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de «canalización» (una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho, por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez. 
—La prueba es insostenible 
—le repetía una y otra vez
—. Hay una explicación mucho más sencilla. En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los «continentes hundidos» de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia de la Atlántida y Lemuria. 

Por lo que sabe la ciencia hasta este momento, no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala gana. Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior. Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India chocó con Asia? 

¿O de cómo los virus, construidos como jeringas hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del organismo del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de las células; o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre; o de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las virtudes de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello. Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación cuántica, y sólo reconocía el ADN como tres letras mayúsculas que aparecían juntas con frecuencia. 

 El señor «Buckiey» 
—que sabía hablar, era inteligente y curioso
— no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia.

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