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Maurice Druon El rey de hierro Los reyes malditos - 1

El rey de hierro Los reyes malditos - 1 Maurice Druon la loba de francia
PRÓLOGO

Al comenzar el siglo XIV, Felipe IV, rey de legendaria belleza, reinaba en Francia como amo absoluto. Había domeñado el orgullo guerrero de los barones, había vencido a los flamencos sublevados, a los ingleses en Aquitania e incluso al papado, al que había instalado por la fuerza en Aviñón. Los parlamentos obedecían sus órdenes y los concilios respondían a la paga que recibían. Para asegurar su descendencia contaba con tres hijos. Su hija habíase casado con el rey de Inglaterra. Seis reyes figuraban entre sus vasallos y la red de sus alianzas se extendía hasta Rusia. Ninguna riqueza escapaba de sus manos. 


Etapa tras etapa, había gravado los bienes de la Iglesia, expoliado a los judíos y atacado al trust de los banqueros lombardos. Para hacer frente a las necesidades del Tesoro practicaba la alteración de la moneda. Cada día el oro pesaba menos y valía más. Los impuestos eran agobiantes y la policía se multiplicaba. Las crisis económicas engendraban la ruina y el hambre que, a su vez, eran la causa de motines ahogados en sangre. Las revueltas terminaban en la horca del cadalso. Ante la autoridad real, todo debía inclinarse, doblegarse o quebrarse. 

Pero la idea nacional anidaba en la mente de este príncipe sereno y cruel, para quien la razón de Estado se sobreponía a cualquier otra. Bajo su reinado Francia era grande; y los franceses, desdichados. Sólo un poder había osado resistirse: la Orden soberana de los Caballeros del Temple. Esta formidable organización, a la vez militar, religiosa y financiera debía a la Cruzadas, de las cuales había salido, su gloria y su riqueza. La independencia de los templarios inquietó a Felipe el Hermoso, mientras que sus inmensos bienes excitaron su codicia. Instauró contra ellos el proceso más vasto que recuerda la historia. Cerca de quince mil hombres estuvieron sujetos a juicio durante siete años; y en este periodo se perpetraron toda clase de infamias. Nuestro relato comienza al final del séptimo año.

PRIMERA PARTE. LA MALDICIÓN

I. LA REINA SIN AMOR Un leño entero, sobre un lecho de brasas incandescentes, se consumía en la chimenea. Por las vidrieras verdosas, de reticulado de plomo, se filtraba un día de marzo, avaro de luz. Sentada en alto sitial de roble, cuyo respaldo coronaban los tres leones de Inglaterra, la reina Isabel, esposa de Eduardo II con la barbilla apoyada en la palma de la mano, miraba distraídamente la lumbre del hogar. Tenía veintidós años. Sus cabellos de oro recogidos en largas trenzas formaban como dos asas de ánfora a cada lado de su rostro. Escuchaba a una de sus damas francesas, que le leía un poema del duque Guillermo de Aquitania: Del amor no puedo hablar, ni siquiera lo conozco, porque no tengo el que quiero…

La voz cantarina de la dama de compañía se perdía en aquella sala demasiado grande para que una mujer pudiera vivir dichosa en ella. Me ha pasado siempre igual, de quien quién amo no gocé, no gozo no gozaré… La reina sin amor suspiró. —¡Qué conmovedoras palabras! Diríase que han sido escritas para mí. ¡Ah! Terminaron los tiempos en que un gran señor como el duque Guillermo demostraba tanta destreza en la poesía como en la guerra. ¿Cuándo me dijisteis que vivió? ¿Hace doscientos años? Se diría que ese poema fue escrito ayer [1]… Y repitió para sí: Del amor no puedo hablar, ni siquiera lo conozco… Durante unos instantes permaneció pensativa. —¿Prosigo, señora? —preguntó la dama con el dedo apoyado en la página iluminada. —No, amiga mía —respondió la reina—. Por hoy mi alma ha llorado bastante. Se incorporó y cambió de tono:

—Mi primo Roberto de Artois me ha hecho anunciar su visita. Cuidad de que sea conducido a mi presencia en cuanto llegue.
—¿Viene de Francia? Estaréis contenta, entonces, señora.
—Deseo estarlo… siempre que las noticias que me traiga sean buenas. Entró otra dama, presurosa, con semblante de gran alegría. Su nombre de soltera era Juana de Joinville y habíase casado con sir Roger Mortimer, uno de los primeros barones de Inglaterra.
—Señora, señora
—exclamó
—, ha hablado.
—¿De verdad?
—preguntó la reina
—. ¿Y qué ha dicho?
—Ha golpeado la mesa y ha dicho… « ¡Quiero!» . Una expresión de orgullo iluminó el hermoso semblante de Isabel.
—Traédmelo aquí
—dijo. Lady Mortimer salió de la estancia corriendo, y regresó poco después, con un niño de quince meses en los brazos, sonrosado, regordete que depositó a los pies de la reina. Vestía un traje color granate, bordado de oro, más pesado que él.
—De modo, meciere, hijo mío, que habéis dicho: « ¡Quiero!»
—exclamó Isabel inclinándose para acariciarle la mejilla
—. Me agrada que ésa hay a sido vuestra primera palabra. Es palabra de rey. El niño le sonreía y balanceaba la cabeza.
—¿Y porqué lo ha dicho?
—preguntó la reina.
—Porqué me resistía a darle un trozo de galleta que estaba comiendo
— respondió lady Mortimer. Isabel esbozó una rápida sonrisa que se apagó en seguida.
—Puesto que empieza a hablar
—dijo
—, pido que no se le anime a balbucear y a pronunciar tonterías, como por lo común se hace con los niños. Poco me importa que sepa decir « papá» y « mamá» . Prefiero que conozca las palabras « rey » y « reina» . En su voz había una gran autoridad natural.
—Ya sabéis, amiga mía
—continuó
—, qué razones me decidieron a elegiros para ay a del niño. Sois sobrina nieta del gran Joinville, quien estuvo en la Cruzada con mi bisabuelo, monseñor San Luis. Sabréis enseñar a este niño que pertenece a Francia como a Inglaterra [2] . Lady Mortimer hizo una reverencia. En este momento se presentó la primera dama francesa, anunciando a monseñor el conde Roberto de Artois. La reina se irguió en su sitial y cruzó las manos blancas sobre el pecho en actitud de ídolo. Su preocupación para conservar la majestuosidad de su porte no lograba envejecerla. El andar de un cuerpo de noventa kilos hizo crujir el pavimento.

El hombre que entro medía casi dos metros de altura, tenía muslos semejantes a troncos de encina y manos como mazas. Sus botas rojas, de cordobán, estaban sucias de barro y mal cepilladas; el manto que pendía de sus hombros era lo suficientemente amplio para cubrir un lecho. Habría bastado una daga en su cintura para que tuviera el aspecto de hallarse aprestado para ir a la guerra. Su barbilla era redonda, su nariz corta, su quijada ancha y el pecho fuerte. Sus pulmones necesitaban más aire que la generalidad de los hombres. Aquel gigante contaba veintisiete años, pero su edad desaparecía bajo los músculos, lo que le hacía aparentar treinta y cinco. Se quitó los guantes mientras se adelantaba hacia la reina, y dobló la rodilla con sorprendente agilidad para tal coloso. Antes de que le hubieran invitado a hacerlo, ya se había incorporado.
—Y bien, Primo mío
—dijo Isabel
—. ¿Tuvisteis buena travesía?
—Execrable, señora, horrorosa
—respondió Roberto
—. Una tempestad como para echar tripas y alma. Creí llegada mi última hora, hasta el extremo de que decidí confesar mis pecados a Dios. Por fortuna, eran tantos, que al tiempo de decir la mitad y a llegábamos a destino. Guardo suficientes para el regreso. Estallo en una carcajada que hizo retemblar las vidrieras.
—¡Vive Dios!
—prosiguió
—. Mi cuerpo está hecho para recorrer la tierra y no para cabalgar aguas saladas. Si no hubiera sido por el amor que os profeso, prima mía, y por las cosas urgentes que debo deciros…
—Permitid que concluy a

—le interrumpió Isabel, mostrando al niño
—. Mi hijo ha empezado a hablar hoy. Luego se dirigió a lady Mortimer:
—Quiero que se habitúe a los nombres de sus deudos y que sepa, en cuanto sea posible, que su abuelo, Felipe el Hermoso, reina sobre Francia. Comenzad a recitar delante de él el Padre Nuestro y el Ave María, así como la plegaria a monseñor San Luis. Ésas son cosas que deben adueñarse de su corazón aun antes de que su razón las comprenda. No le desagradaba mostrar ante uno de sus parientes de Francia, descendiente a su vez de un hermano de San Luis, la manera como velaba por la educación de su hijo.
—Bella enseñanza daréis a ese jovencito
—dijo Roberto de Artois.
—Nunca se aprende demasiado pronto a reinar
—respondió Isabel. El niño se divertía en caminar con el paso cauteloso y titubeante de las criaturas. —¡Y pensar que nosotros también hemos sido así!
—dijo de Artois.
—Viéndoos ahora, cuesta creerlo, primo mío
—dijo la reina, sonriendo. Por un instante, contemplando a Roberto de Artois pensó en los sentimientos de la mujer, pequeña y menuda que había engendrado aquella fortaleza humana, y miró a su hijo. El niño avanzaba con las manos tendidas hacia el fuego, como si quisiera asir la llama con sus minúsculas manos. Roberto de Artois le cerró el paso, adelantando su bota roja. Nada asustado, el pequeño príncipe aferró aquella pierna que sus brazos apenas lograban rodear, y se sentó en ella a horcajadas. El gigante lo elevó por los aires, tres o cuatro veces seguidas. El principito reía, encantado con el juego.
—¡Ah, meciere Eduardo!
—dijo de Artois
—. Cuando seáis un poderoso príncipe, ¿osaré recordaros que os hice cabalgar en mi bota? —Podréis hacerlo, primo mío
—respondió Isabel
—, podréis hacerlo siempre, si siempre seguís mostrandoos nuestro leal amigo… Que se nos deje solos, ahora
—añadió. Las damas francesas salieron, llevándose al niño que, si el destino seguía el curso normal, sería algún día Eduardo III de Inglaterra.
—¡Y bien, señora!
—dijo
—. Para completar las buenas lecciones que dais a vuestro hijo, podréis enseñarle que Margarita de Borgoña, reina de Navarra, futura reina de Francia y nieta de San Luis, está en camino de ser llamada por su pueblo Margarita la Ramera.
—¿De verdad?
—dijo Isabel
—. ¿Era cierto, pues, lo que suponíamos?
—Sí, prima mía. Y no solamente Margarita. Lo mismo digo de vuestras otras dos cuñadas.
—¿Juana y Blanca…?
—De Blanca estoy seguro. En cuanto a Juana… Roberto de Artois esbozó un ademán de incertidumbre con su enorme mano.
—Es más hábil que las otras
—agregó
— pero tengo razones para juzgarla una consumada zorra… Dio unos pasos y se plantó para decir sin más:
—¡Vuestros tres hermanos son unos cornudos, señora, cornudos como vulgares patanes! La reina se había puesto de pie, con la mejillas levemente coloreadas.
—Si lo que decís es verdad, no he de tolerarlo
—dijo
—. No permitiré tal vergüenza, ni que mi familia sea el hazmerreír de la gente.
—Tampoco los barones de Francia lo soportarán
—respondió de Artois.
—¿Tenéis nombres y pruebas? De Artois respiró profundamente.
—Cuando el verano pasado vinisteis a Francia con vuestro esposo, para las fiestas las cuales tuve el honor de ser armado caballero, junto con vuestros hermanos… puesto que como y a sabéis, no se escatiman honores que nada cuestan, os confié mis sospechas y me confesasteis las vuestras. Me pedisteis que vigilara y que os informara. Soy vuestro aliado; hice lo uno y vengo a cumplir con lo otro.
—Decid: ¿qué averiguasteis?
—preguntó Isabel, impaciente.
—En primer lugar, que ciertas joyas desaparecen del cofre de vuestra cuñada Margarita. Ahora bien, cuando una mujer se deshace de sus joyas en secreto, es para comprar algún cómplice o para pagar a algún galán. Su bellaquería está clara, ¿no os parece?
—En efecto. Pero puede fingir que las ha dado de limosna a la Iglesia.
—No siempre. No, si cierto prendedor, por ejemplo, ha sido cambiado a un mercader lombardo por un puñal de Damasco.
—¿Descubristeis de qué cintura pendía ese puñal?
—¡Ah no!
—respondió de Artois
—. Indagué, pero le perdí el rastro. Las pícaras son hábiles, os lo dije. Nunca, en mis bosques de Conches, he cazado ciervos tan diestros en confundir pistas y en tomar atajos. Isabel se mostró decepcionada. Roberto de Artois, previendo lo que iba a decir, extendió los brazos.

 

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