Trump El arte de la negociación
A mis padres, Fred y Mary Trump
No uso portafolios. Procuro no programar demasiadas reuniones. Dejo abierta la puerta del despacho. Quien acarrea demasiada «estructura» no puede ser imaginativo ni emprendedor. Prefiero acudir a la oficina todos los días, a ver qué pasa. En mi vida no hay ninguna semana típica. Casi todas las mañanas me levanto muy temprano, hacia las seis, y dedico una hora, poco más o menos, a leer los periódicos. Por lo general, me presento en la oficina a las nueve y me cuelgo del teléfono.
Casi ninguna jornada supone menos de cincuenta llamadas,
y muchas veces pasan de cien. Al mismo tiempo, tengo como una docena de
reuniones, o más, la mayoría improvisadas, y pocas de más de quince minutos
de duración. Casi nunca hago un alto para almorzar. Salgo de mi despacho a las
seis y media, pero con frecuencia sigo telefoneando desde mi casa hasta
medianoche, y durante los fines de semana.
No paro, y no me gustaría que fuese de otro modo. Intento aprender del pasado, pero preveo el futuro basándome exclusivamente en el presente. Es más divertido. Y si no lo fuese, ¿de qué serviría todo lo demás?
No es cuestión de intelecto. Algo de inteligencia sí se necesita, pero lo más importante es el instinto. Tomen ustedes al discípulo más brillante del Wharton College, el que saca todas las matrículas de honor y tiene un cociente intelectual de 170: si no tiene el instinto necesario, nunca será un promotor con éxito.
Por otra parte, muchos de los que tienen esos instintos no lo sabrán nunca,
porque les falta el valor o la suerte para descubrir sus posibilidades. Por ahí hay
gente que tiene más talento innato para el golf que Jack Nicklaus, o mujeres
más idóneas para el tenis que Chris Evert o Natalia Navratilova, pero nunca
habrán tomado en sus manos un palo o una raqueta y por eso no llegarán a
saber que podían figurar entre los grandes. Se conformarán con sentarse en un
sillón y ver por la televisión las actuaciones de los ases.
Cuando miro retrospectivamente los negocios que hice (y también los que me perdí o dejé pasar), advierto algunos elementos comunes. Pero, a diferencia de los apóstoles de la inversión inmobiliaria que uno puede ver en la televisión estos días, yo no prometo hacerle millonario de la noche a la mañana si se atiene usted a mis preceptos.
La realidad de la vida pocas veces funciona de esa manera, por desgracia, y la mayoría de los que pretenden hacerse ricos pronto terminan en la ruina. En cuanto a aquellos de mis lectores que tengan los genes, que tengan los instintos y que tengan las condiciones para ello..., pues bien, espero que no sigan mis consejos. Porque si lo hicieran, a mí se me complicaría bastante la vida.
Éste se ganaba bien la vida construyendo viviendas
protegidas, de renta limitada, por Queens y Brooklyn, pero aquélla era una
manera muy dura de ganársela. Yo deseaba intentar algo más grandioso, más
prestigioso y emocionante. Además, me daba cuenta de que si algún día quería
ser algo más que el hijo de Fred Trump, tendría que emprender algo por mi
cuenta y dejar huella en alguna parte. Por fortuna, mi padre se conformaba con
seguir en la actividad que conocía bien y desempeñaba mejor que nadie; eso me
dejó las manos libres para poner mi huella en Manhattan.
Pero no por eso he olvidado las lecciones que recibí de él. Su historia es como la del proverbial Horado Alger o la de cualquiera que se ha hecho a sí mismo. Fred Trump nació en Nueva Jersey en 1905. Su padre, emigrado de Suecia siendo niño, era propietario de un modesto restaurante, pero también hombre muy juerguista y bebedor, que falleció cuando su hijo tenía once años de edad. La abuela Elizabeth se puso a trabajar de costurera para alimentar a sus tres hijos.
La mayor, llamada también Elizabeth, tenía entonces dieciséis años y el benjamín John, nueve. Así que mi padre, como varón de más edad de la casa, se veía cabeza de familia; en seguida se puso a trabajar en los más variados empleos, desde chico de los recados en una frutería del barrio hasta limpiabotas y peón en una obra. Como siempre le interesó la construcción, al mismo tiempo que asistía al instituto aprendió albañilería, dibujo técnico y cálculo de presupuestos en una academia nocturna, convencido de que si poseía un oficio siempre estaría en condiciones de ganarse la vida.
A los dieciséis años realizó su primera obra, un garaje con capacidad para dos coches en casa de un vecino. En aquel entonces la gente de clase media empezaba a comprar automóviles; pocas casas tenían garaje incorporado, y mi padre no tardó en poner en marcha un excelente negocio de garajes prefabricados, a cincuenta dólares la unidad.
1.Negociación: una semana de mi vida
No lo hago por dinero. Tengo mucho, más del que necesitaré nunca. Lo hago por amor al arte. La negociación, yo la entiendo como un arte. Que otros pinten magníficas telas o escriban poesías maravillosas. A mí me gusta hacer negocios, preferiblemente grandes negocios. Ésa es mi vocación. Mi estilo de trabajo sorprende a muchos. Lo llevo con soltura.No uso portafolios. Procuro no programar demasiadas reuniones. Dejo abierta la puerta del despacho. Quien acarrea demasiada «estructura» no puede ser imaginativo ni emprendedor. Prefiero acudir a la oficina todos los días, a ver qué pasa. En mi vida no hay ninguna semana típica. Casi todas las mañanas me levanto muy temprano, hacia las seis, y dedico una hora, poco más o menos, a leer los periódicos. Por lo general, me presento en la oficina a las nueve y me cuelgo del teléfono.
No paro, y no me gustaría que fuese de otro modo. Intento aprender del pasado, pero preveo el futuro basándome exclusivamente en el presente. Es más divertido. Y si no lo fuese, ¿de qué serviría todo lo demás?
2.Trump es triunfo:
Los elementos de la negociación Mi estilo en la negociación es bastante sencillo y llano. Apunto muy alto, y a partir de ahí todo es tirar y tirar hasta que consigo lo que quiero. A veces me conformo con menos, pero en muchos casos, al final y pese a todo, logro lo que me había propuesto. En primer lugar, opino que la de la negociación es una facultad innata. Está en los genes. No lo digo por soberbia.No es cuestión de intelecto. Algo de inteligencia sí se necesita, pero lo más importante es el instinto. Tomen ustedes al discípulo más brillante del Wharton College, el que saca todas las matrículas de honor y tiene un cociente intelectual de 170: si no tiene el instinto necesario, nunca será un promotor con éxito.
Cuando miro retrospectivamente los negocios que hice (y también los que me perdí o dejé pasar), advierto algunos elementos comunes. Pero, a diferencia de los apóstoles de la inversión inmobiliaria que uno puede ver en la televisión estos días, yo no prometo hacerle millonario de la noche a la mañana si se atiene usted a mis preceptos.
La realidad de la vida pocas veces funciona de esa manera, por desgracia, y la mayoría de los que pretenden hacerse ricos pronto terminan en la ruina. En cuanto a aquellos de mis lectores que tengan los genes, que tengan los instintos y que tengan las condiciones para ello..., pues bien, espero que no sigan mis consejos. Porque si lo hicieran, a mí se me complicaría bastante la vida.
3. Años de aprendizaje
La influencia más importante para mí durante mis llamémosles años de aprendizaje fue la de mi padre, Fred Trump. En efecto, aprendí mucho de él. Supe de la dureza en un oficio muy duro; supe de cómo motivar a las personas y de cómo juzgar la competencia y la eficacia; de cómo poner manos a la obra, hacerla bien hecha y cobrarla. Al mismo tiempo, supe muy pronto lo que no quería llegar a ser, dentro del negocio de mi padre.Pero no por eso he olvidado las lecciones que recibí de él. Su historia es como la del proverbial Horado Alger o la de cualquiera que se ha hecho a sí mismo. Fred Trump nació en Nueva Jersey en 1905. Su padre, emigrado de Suecia siendo niño, era propietario de un modesto restaurante, pero también hombre muy juerguista y bebedor, que falleció cuando su hijo tenía once años de edad. La abuela Elizabeth se puso a trabajar de costurera para alimentar a sus tres hijos.
La mayor, llamada también Elizabeth, tenía entonces dieciséis años y el benjamín John, nueve. Así que mi padre, como varón de más edad de la casa, se veía cabeza de familia; en seguida se puso a trabajar en los más variados empleos, desde chico de los recados en una frutería del barrio hasta limpiabotas y peón en una obra. Como siempre le interesó la construcción, al mismo tiempo que asistía al instituto aprendió albañilería, dibujo técnico y cálculo de presupuestos en una academia nocturna, convencido de que si poseía un oficio siempre estaría en condiciones de ganarse la vida.
A los dieciséis años realizó su primera obra, un garaje con capacidad para dos coches en casa de un vecino. En aquel entonces la gente de clase media empezaba a comprar automóviles; pocas casas tenían garaje incorporado, y mi padre no tardó en poner en marcha un excelente negocio de garajes prefabricados, a cincuenta dólares la unidad.
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