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Un corazon para dos - Jessi Kirby. pdf

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Corazón (n.): órgano muscular hueco que bombea la sangre por el sistema circulatorio mediante contracciones y dilataciones rítmicas; el centro de la personalidad total, sobre todo relacionado con la intuición, los sentimientos o la emoción, más interna o vital de algo. 

Definición de la palabra «corazón» 

Cuando las sirenas me despertaron justo antes del amanecer, no sé cómo supe que iban a por él. No recuerdo haber saltado de la cama ni haberme atado los zapatos; tampoco recuerdo cómo llegué al camino de la entrada, ese sinuoso sendero que hay entre nuestras casas. 

No recuerdo mis pies golpeando el suelo, mis pulmones aspirando aire ni mi cuerpo corriendo para atrapar lo que mi corazón me decía que era cierto. Pero recuerdo cada detalle después de eso. Puedo ver las luces azules y rojas que brillan en el claro cielo del amanecer. Puedo escuchar las voces entrecortadas de los médicos. Las palabras «traumatismo encefálico» que se repiten entre el ruido de sus radios en el fondo. Recuerdo los profundos y ahogados sollozos de una mujer desconocida, y que sigo sin conocer. También el extraño ángulo de la camioneta blanca de la chica, con el toldo oculto bajo los tallos destrozados, y las flores de los girasoles que crecían a lo largo del camino. 

La reja, astillada y rota. Recuerdo los cristales, que parecían grava, esparcidos por el asfalto. Sangre. Demasiada. Y su zapatilla tirada a un lado, en medio de todo aquello. El corazón que, con un rotulador negro, yo había dibujado en la suela. Aún puedo percibir el vacío de su zapatilla cuando la recogí y cómo su liviandad me hizo caer de rodillas. Puedo sentir las manos enguantadas que me levantaron y que luego me sujetaron cuando traté de correr hacia él. No dejaron que me acercara. No querían que lo viera. Y, por eso, lo que más recuerdo de esa mañana es que me quedé de pie a un lado del camino, sola, mientras la oscuridad se cernía a mi alrededor y el día cambiaba mi vida. La luz de la mañana sobre los pétalos, dorados y vibrantes, esparcidos por donde él yacía, agonizando.

La comunicación con los receptores del trasplante puede ayudar a los familiares de los donantes tras su pérdida... En general, las familias de los donantes, los receptores, y sus parientes y amigos se pueden sentir reconfortados al hablar sobre sus experiencias con la donación... El regalo de la vida... Pueden pasar meses o años antes de que alguno de ellos esté listo para enviar o recibir correspondencia, o tal vez nunca llegue a haber ninguna relación. Programa de Servicios a las Familias de los Donantes Alianza de Vida Cuatrocientos días. Repito el número en mi cabeza. Dejo que se apodere del sentimiento de vacío mientras aprieto el volante. No puedo permitir que se vaya como cualquier otro día. Cuatrocientos merece algún reconocimiento. 
Como trescientos sesenta y cinco, cuando le llevé flores a su madre y no a su tumba, porque sabía que él habría querido que las tuviera ella. O como en su cumpleaños. Eso fue cuatro meses, tres semanas y un día después: el día ciento cuarenta y dos. Lo pasé sola. Ese día no tuve ánimo para ver a sus padres y, en realidad, una parte pequeña y secreta de mí creía que, si yo estaba sola, quizá él podría regresar, cumplir dieciocho años y seguir donde nos habíamos quedado. Estudiar el último año conmigo, enviar solicitudes a las mismas universidades, regresar por última vez a casa o ir al baile de graduación, lanzar los birretes al aire y besarnos hasta que llegaran al suelo. 

Cuando él no regresó, cogí una sudadera que aún conservaba su olor, o eso pensaba yo. La apreté contra mi cuerpo y pedí un deseo. Deseé, con todas las fuerzas, que no tuviera que hacer ninguna de estas cosas sin él. Y mi sueño se hizo realidad. El último año se transformó en una niebla. No envié por correo las solicitudes a la universidad. No salí a comprar el vestido para el baile de graduación. Olvidé que había un cielo para besarnos debajo de éste. Los días pasaron, uno tras otro, sin fin; parecían infinitos, pero se fueron en un parpadeo, como las olas que se rompen en la orilla, o las estaciones que pasan. O el latido de un corazón.

Trent tenía un corazón de atleta: fuerte, estable, diez latidos más lento que el mío. Antes, nos acostábamos pecho contra pecho, y yo respiraba más lento para seguir su ritmo. Trataba de engañar a mi pulso para que hiciera lo mismo; pero nunca funcionó. Tres años después, mi pulso se aceleraba con sólo estar cerca de él. Pero encontrábamos nuestra propia sincronía, con su corazón latiendo a un ritmo lento y estable y el mío llenando los espacios intermedios. Cuatrocientos días y demasiados latidos por contar. Cuatrocientos días, demasiados lugares y momentos donde Trent ya no existe. Y aún sin respuesta de uno de los pocos sitios donde sí existe. 

Un claxon suena detrás de mí, y me saca bruscamente de mis cavilaciones. Por el espejo retrovisor puedo ver al conductor que sigue maldiciendo mientras maniobra para adelantar a mi coche. Se lo ve furioso y está gritando a través de su parabrisas: «¡¿Qué demonios haces?!». Me pregunté lo mismo al entrar en el coche. No estoy segura de lo que estoy haciendo, sólo sé que tengo que hacerlo porque debo verlo con mis propios ojos. Por lo que sentí cuando vi a los otros receptores. Norah Walker fue la primera receptora en contactar con la familia de Trent, aunque su nombre lo supieron después. 

Los receptores y las familias de sus donantes pueden ponerse en contacto en cualquier momento a través del coordinador de trasplantes, pero recibir aquella carta fue una sorpresa para todos nosotros. La madre de Trent me llamó el día después de recibirla y me pidió que fuera a su casa. Nos sentamos juntas, en una sala bien iluminada, en ese hogar que guardaba tantos recuerdos, como aquel día en que pasé corriendo frente a la puerta, hasta cinco veces, deseando que él notara mi presencia. Oí sus pasos que trataban de alcanzarme y empecé a correr más despacio, sólo lo suficiente para que llegara junto a mí. Se las arregló para hablar, con la respiración entrecortada. —¡Eh! —Respiración—. ¡Espera! —Respiración. Teníamos catorce años. Éramos unos desconocidos hasta ese momento. Hasta esas dos palabras. 

Cuando fui a casa de Trent a hablar con su madre, me senté en el sillón donde él y yo solíamos ver películas y comer palomitas del mismo bol. Fueron sus palabras y la gratitud que había en ellas las que me sacaron del lugar oscuro y solitario en el que yo había habitado durante mucho tiempo. La carta, escrita con letra temblorosa y en un papel bonito, despertó algo en mí. Era sencilla. El receptor estaba profundamente apenado por la muerte de Trent. Profundamente agradecido por la vida que le había dado. Esa noche regresé a casa y le escribí una respuesta: le quería agradecer la vitalidad que me había otorgado con sus palabras. Y, la noche siguiente, escribí a otro receptor, y más tarde a otro: cinco en total. Cartas anónimas para personas anónimas a las que quería conocer. 

Y, cuando se las envié al coordinador de trasplantes para que las hiciera llegar a los receptores, fue con la leve esperanza de que esas personas me escribieran una respuesta. Que pudieran darse cuenta de mi presencia, como él lo hizo. Me vuelvo y veo que él está allí, sonriendo, apretando un girasol que es más alto que yo. Su tallo se arrastra detrás de él. —Soy Trent —dice—. Me acabo de mudar aquí, en esta misma calle. Debes de vivir cerca, ¿verdad? Esta semana te he visto pasar todas las mañanas. Eres rápida. Me muerdo el labio inferior mientras caminamos. Sonrío por dentro. 
Trato de no confesar que todos esos días he reservado la velocidad para el tramo de camino frente a su casa. Desde que el camión de la mudanza se detuvo en el camino de la entrada, y él bajó de un salto. —Soy Quinn, digo. —Respiración. Escribir las cartas me hizo sentir como si pudiera respirar de nuevo. Escribí sobre Trent y sobre todo lo que me dio cuando estaba vivo. La sensación de que podía hacerlo todo. Felicidad, amor. Las cartas eran una manera de honrarlo y una esperanza de algo más. Una mano anónima que se estiraba hacia el vacío, buscando una conexión. Una respuesta. Me río porque él aún no ha recuperado el aliento, y porque no parece recordar que lleva un enorme girasol en la mano. —Oh —dice, siguiéndome la mirada—, se suponía que éste era para ti. Yo... —Se pasa una mano por el pelo, parece nervioso—. Yo lo he arrancado por allí, cerca de la reja. Lo extiende hacia mí y se ríe. Es una risa que quiero seguir escuchando. —Gracias —respondo. Y estiro la mano para cogerlo. Lo primero que me regaló. 

Después de doscientos ochenta y dos días, y de enviar y recibir muchas cartas, de rellenar formularios de aceptación y de recibir asesoría previa a la reunión, su madre y yo fuimos a la oficina de Servicios a las Familias de los Donantes, nos sentamos juntas y esperamos a que llegaran; queríamos conocerlos en persona. Norah fue la primera que habló con nosotras y que nos tendió la mano. A pesar de todas las veces que me había imaginado el encuentro, no estaba preparada para lo que sentí cuando nos cogimos de la mano, la miré a los ojos y supe que también había en ella una parte de Trent. Una parte que le había salvado la vida a la chica y le había dado la oportunidad de ser madre de una pequeña niña, de pelo rizado, que miraba desde detrás de las piernas de Norah, y esposa del hombre que estaba de pie junto a ella, llorando. 

Cuando la mujer respiró hondo, con los pulmones de Trent, y acercó mi mano a su pecho, para que sintiera cómo se llenaban y se expandían, mi corazón también se llenó. Pasó lo mismo con los demás receptores que conocí: Luke Palmer, siete años mayor que yo, nos tocó una canción con su guitarra, y podía hacerlo gracias a que Trent le había dado un riñón. Estaba John Williamson, un hombre callado pero cálido, mayor de cincuenta años. Escribió varias cartas poéticas acerca de la manera en que su vida había cambiado desde que recibió el trasplante de hígado. Aquel día luchó para encontrar las palabras correctas con las que poder expresarse en esa pequeña recepción. Y luego estaba Ingrid Stone, una mujer con los ojos de un tono azul claro, tan diferentes de los ojos de color café de Trent, pero que podía ver el mundo de nuevo, y pintarlo con colores vivos, gracias a ellos. 

Dicen que el tiempo sana todas las heridas, pero conocer a esa gente, una improvisada familia de extraños que estaban unidos por una sola persona, sanó más en mí que todo el tiempo que había pasado en los días anteriores. Por eso, cuando no tuve respuesta del último de los receptores empecé a buscarlo. Realicé búsquedas en internet, comparé fechas con noticias y hospitales, hasta que lo encontré con tanta facilidad que casi no me lo creía. Ante los demás, he fingido que comprendo la razón por la que no ha respondido. 

Que, como nos dijo la mujer de los Servicios a las Familias de los Donantes, algunas personas nunca responden y se debe respetar su decisión. He actuado como si no pensara en él todos los días ni me preguntara por esa decisión. Como si hubiera hecho las paces con él. Pero a solas, en esas horas nocturnas interminables, siempre regreso a la verdad: que no he hecho las paces en absoluto. Y no creo que pueda a menos que haga esto. No sé lo que Trent pensaría si lo supiera. Qué diría si, de alguna manera, pudiera verme. Pero han pasado cuatrocientos días. Creo que lo entendería. Durante mucho tiempo fui la única que tuvo su corazón. Sólo necesito ver dónde está ahora.

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