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SUSAN ELIZABETH PHILLIPS: Besar a un Ángel libro en < PDF >

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CAPÍTULO 01 

Daisy Devreaux había olvidado el nombre de su novio. —Yo, Theodosia, te tomo a ti... Se mordisqueó el labio inferior. Su padre los había presentado unos días antes, aquella terrible mañana cuando los tres habían ido a por la licencia matrimonial. Después él se había esfumado y no lo había vuelto a ver hasta hacía sólo unos minutos, en el dúplex que su padre poseía al oeste de Central Park, cuando había bajado a la sala donde ese mediodía estaba celebrándose aquella apresurada boda. Daisy casi podía sentir la enérgica desaprobación de su padre, que se encontraba a su espalda, pero eso no era nada nuevo para ella. 

Lo había decepcionado incluso antes de nacer y no importaba cuánto lo hubiera intentado, nunca había conseguido que cambiara de opinión sobre su hija. Se arriesgó a mirar de reojo al novio que el dinero de su padre había comprado. Un semental. Un auténtico semental de estatura imponente, constitución delgada pero fibrosa y extraños ojos color ámbar. A la madre de Daisy le habría encantado. Lani Devreaux había muerto el año anterior, en el incendio de un yate cuando dormía en brazos de una estrella de rock de veinticuatro años. Daisy ya podía pensar en su madre sin sentir dolor y sonrió para sus adentros al darse cuenta de que el hombre que estaba junto a ella hubiera sido demasiado mayor para Lani. 

Debía rondar los treinta y cinco años y su madre solía fijar el límite en veintinueve. Tenía el pelo tan oscuro que parecía negro y unos rasgos cincelados que harían que su cara pareciera demasiado bella si no fuera por la mandíbula firme y el ceño amenazador. Los hombres que poseían ese brutal atractivo habían atraído a Lani, pero Daisy los prefería más maduros y conservadores. No por primera vez desde que la ceremonia había comenzado, deseó que su padre hubiera escogido a alguien menos intimidante. Intentó tranquilizarse recordándoles que no iba a tener que pasar más que unas pocas horas con su nuevo marido. Todo acabaría en cuanto tuviera oportunidad de exponerle el plan que se le había ocurrido. 

Por desgracia, el plan conllevaba romper unos votos matrimoniales que ella consideraba sagrados y, dado que no solía tomarse sus promesas a la ligera—en especial los votos matrimoniales,—sospechaba que eran los remordimientos de conciencia la causa de su bloqueo mental. Empezó de nuevo, esperando que el nombre le viniera a la mente. —Yo, Theodosia, te tomo ti... —La voz de Daisy se apagó. El novio en cuestión no le dirigió ni una simple mirada y, por supuesto, tampoco intentó ayudarla. Permaneció con la vista al frente, y las inflexibles líneas de aquel duro perfil le provocaron a Daisy un cosquilleo en la piel. Él acababa de formular sus votos, así que tenía que haber pronunciado el dichoso nombre, pero la falta de inflexión en su voz no había traspasado la parálisis mental de Daisy y no se había enterado.

—Alexander 
—masculló su padre detrás de ella, y Daisy pudo deducir por el tono de su voz que apretaba los dientes otra vez. Para haber sido uno de los mejores diplomáticos de Estados Unidos no se podía decir que tuviera demasiada paciencia con ella. Daisy se clavó las uñas en las palmas de las manos, diciéndose que no tenía otra alternativa. 
—Yo, Theodosia... 
—tragó saliva, 
—te tomo a ti, Alexander... 
—volvió a tragar saliva, 
— como mi horrible esposo. Hasta que no escuchó la exclamación de Amelia, su madrastra, no se dio cuenta de lo que había dicho. El semental volvió la cabeza y la miró. Arqueaba una ceja oscura con leve curiosidad, como si no estuviera seguro de haber oído correctamente. «Mi horrible esposo.» El peculiar sentido del humor de Daisy tomó el control y sintió que le temblaban los labios. Él alzó las cejas, y esos ojos profundos la miraron sin una pizca de diversión. Resultaba evidente que el semental no compartía sus problemas para contener una risa inoportuna. 

Tragándose la histeria que crecía en su interior, Daisy miró rápidamente hacia delante sin disculparse. Al menos una parte de aquellos votos había sido honesta porque él, sin duda, sería un esposo horrible para ella. Finalmente, el bloqueo mental desapareció y el apellido del novio irrumpió en su mente. Markov. Alexander Markov. Era otro de los rusos de su padre. Como antiguo embajador en la Unión Soviética, el padre de Daisy, Max Petroff, tenía infinidad de conocidos en la comunidad rusa, tanto allí, en Estados Unidos, como en el extranjero. La pasión de su padre por la ancestral tierra que lo había visto nacer se reflejaba incluso en la decoración de la habitación donde se encontraban en ese momento, en las paredes azules 

—tan comunes en la arquitectura residencial de su país, 
—la chimenea de ladrillos amarillos y la multicolor alfombra kilim. A la izquierda, sobre un secreter de nogal, había un par de floreros de cobalto ruso y algunas figuras de cristal y porcelana de las Colecciones Imperiales de San Petersburgo. El mueble era una mezcla de art déco y estilo Victoriano que, de una extraña manera, armonizaba con la estancia. La gran mano del novio tomó la de Daisy, mucho más pequeña, y ella sintió la fuerza que poseía cuando le puso la sencilla alianza de oro en el dedo. 
—Con este anillo, yo te desposo 
—dijo él con voz severa e inflexible. Ella contempló el sencillo aro con momentánea confusión. Por lo que podía recordar, acababa de entrar en lo que Lani denominaba la fantasía burguesa del amor: el matrimonio. Y lo había hecho de una manera que nunca hubiera imaginado posible. 
—... por el poder que me otorga el estado de Nueva York, os declaro marido y mujer. Daisy se tensó mientras esperaba que el juez Rhinsetler invitara al novio a besar a la novia. 

Cuando no lo hizo, supo que había sido una sugerencia de Max para ahorrarle la vergüenza de verse forzada a besar esa hosca y recia boca. No entendía cómo su padre había pensado en ese detalle, que sin duda se les había pasado por alto a todos los demás. Aunque no lo admitiría por nada del mundo, Daisy desearía haberse parecido más a él en ese aspecto, pero si no era capaz de encargarse ella sola de los acontecimientos más importantes de su vida, ¿cómo iba a ocuparse de unos simples detalles? Sin embargo, detestaba sentir lástima de sí misma, de modo que apartó a un lado ese pensamiento mientras su padre se acercaba a ella para besarle fríamente la mejilla como colofón de la ceremonia. Esperaba alguna palabra de afecto, pero tampoco se sorprendió al no recibirla. Incluso consiguió no sentirse dolida cuando él se apartó. Max señaló al misterioso novio, que se había acercado a las ventanas que daban a Central Park. 

Los había casado el juez Rhinsetler. Los otros testigos de la ceremonia eran el chófer, que había desaparecido discretamente para atender sus deberes, y la esposa de su padre, Amelia, que destacaba entre los demás con aquel cabello rubio ceniza y aquella característica voz ronca. 

—Felicidades, cariño. Formáis una bonita pareja Alexander y tú. ¿No te parece, Max?
— Sin esperar respuesta, Amelia abrazó a Daisy, envolviéndolas a las dos en una nube de perfume almizcleño. Amelia simulaba sentir un cariño sincero por la hija ilegítima de su marido, y aunque Daisy era consciente de los verdaderos sentimientos de su madrastra, reconocía el mérito de Amelia guardando las apariencias. No debía de ser fácil para ella enfrentarse a la prueba viviente del único acto irresponsable que Max había cometido en su vida, incluso aunque hubiera sido veintiséis años antes. 
—No sé por qué has insistido en ponerte ese vestido, querida. Sería perfecto para una fiesta, pero no para una boda. 
—La mirada crítica de Amelia evaluó con severidad el caro vestido dorado de Daisy, con el corpiño de encaje y el bajo bordado, que acababa unos quince centímetros por encima de la rodilla. —Es casi blanco. 
—El dorado no es blanco, querida. Y es demasiado corto. 
—La chaqueta es muy discreta 
—señaló Daisy, alisando las solapas de la prenda de raso dorado que le caía hasta la parte superior del muslo. —Una cosa no tiene nada que ver con la otra. ¿No podías haber seguido la tradición y ponerte algo blanco? ¿O haber escogido al menos algo de seda? Ya que ése no iba a ser un matrimonio de verdad, Daisy pensaba que, de haber tenido en cuenta la tradición, se estaría recordando a sí misma que estaba vulnerando algo que debería haber sido sagrado. 

Incluso se había quitado la gardenia que Amelia le había prendido en el pelo, aunque ésta se la había vuelto a colocar en el mismo lugar poco antes de la ceremonia. Sabía que Amelia tampoco aprobaba los zapatos dorados, que parecerían unas sandalias romanas de gladiador si no fuera por el tacón de diez centímetros. Eran terriblemente incómodos, pero al menos era imposible confundirlos con unos zapatos tradicionales de raso. 
—El novio no parece feliz 
—susurró Amelia. 
—No me sorprende. ¿Por qué no tratas de evitar decir alguna otra tontería por ahora? Y te lo digo en serio, haz algo con respecto a esa molesta costumbre que tienes de decir lo que piensas. Daisy apenas pudo reprimir un suspiro. Amelia nunca decía lo que pensaba en tanto que Daisy casi siempre lo hacía, y tal alarde de sinceridad molestaba a su madrastra. Pero Daisy no era capaz de actuar con hipocresía. Tal vez fuera porque eso era lo único que sus padres tenían en común. 

Dirigió una mirada furtiva a su nuevo marido y se preguntó cuánto le habría pagado su padre para que se casara con ella. La parte más irreverente de Daisy se moría por saber cómo se había efectuado la transacción. ¿Dinero en efectivo? ¿Un cheque? «Perdón, Alexander Markov, ¿acepta American Express?» Mientras observaba al novio declinar una mimosa de la bandeja que le había tendido Min Soon, intentó imaginar lo que él estaría pensando. «¿Cuánto tiempo más debo esperar antes de poder sacar a la mocosa de aquí?» Alex Markov echó un vistazo a su reloj. Otros cinco minutos más, decidió. Observó cómo el sirviente que pasaba con la bandeja de bebidas se paraba a adularla. «Disfrútalo, señora. Pasará mucho tiempo antes de que puedas volver a hacerlo.» 

Mientras Max le mostraba al juez un samovar antiguo, Alex contempló las piernas de su nueva esposa, expuestas ante todo el mundo gracias a eso que ella llamaba vestido de novia. Eran delgadas y bien proporcionadas, lo cual le hizo preguntarse si el resto de ese cuerpo femenino, oculto a medias por la chaqueta, sería igual de tentador. Pero ni siquiera el cuerpo de una sirena lo compensaría de tener que casarse a la fuerza. Recordó la última conversación que mantuvo con el padre de Daisy. 

—Es maleducada, atrevida e irresponsable
—había dicho Max Petroff. 
—Su madre fue una mala influencia para ella. No creo que Daisy sepa hacer algo útil. Por supuesto, no es todo culpa suya. Daisy estuvo pegada a las faldas de su madre hasta que murió. Es un milagro que no estuviera a bordo del barco la noche que se incendió. Tienes que tener mano dura con mi hija, Alex, o te volverá loco. Lo poco que Alex había visto de Daisy Deveraux hasta ahora no le habían hecho dudar de las palabras de Max. La madre, Lani Deveraux, había sido una modelo británica famosa hacía treinta años. 

Como los polos opuestos se atraen, Lani y Max Petroff habían tenido una aventura amorosa cuando él comenzaba a destacar como experto en política exterior; Daisy era el resultado. Max le había asegurado a Alex que le había propuesto matrimonio a Lani cuando ésta se quedó embarazada inesperadamente, pero ella se había negado a sentar cabeza. No obstante, Max había insistido en que siempre había cumplido con su deber de padre hacia su hija ilegítima. Sin embargo, todo indicaba lo contrario. Cuando la carrera de Lani había comenzado a desvanecerse, se había convertido en asidua de fiestas y saraos. Y donde quiera que Lani fuera, Daisy la acompañaba. Al menos Lani había tenido una profesión, pensó Alex, pero Daisy no parecía haber hecho nada útil en la vida.

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