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JAQUE AL PSICOANALISTA: JOHN KATZENBACH pdf

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PRIMERA PARTE LA VISITA INOPORTUNA.

La mañana del quinto aniversario del día en que murió y resucitó, lo único que oyó el doctor Frederick Starks fue una rabia apenas controlada, y lo único que vio fueron lágrimas y sollozos espontáneos. La rabia había adoptado diversasformas. Palabrotas: «Cabrones. Hijos de puta. Gilipollas». Torrentes de palabras despiadadamente amargas, dichas en aluviones de tonos de frustración. Unas eran susurradas, otras espetadas y unas cuantas más proferidas en los confines de su consulta casi a gritos. En voz alta. Murmuradas. 

Furibundas. Tristes. Las palabras florecían en su consulta, elevándose un instante, hundiéndose en el siguiente. Iban destinadas casi siempre a las madres, los padres, los hermanos, los jefes, las parejas infieles, los amigos mentirosos y los colegas deshonestos, incluso una vez, sorprendentemente en boca de la refinada señora Heath, sirvieron para describir a sus increíblemente desagradecidos hijos. Todos ellos parecían en extremo descontentos con las disposiciones de la última versión de su testamento, especialmente con la gran contribución que tenía intención de hacer a Médicos Sin Fronteras. Alo largo de toda la mañana, ninguna palabrota pronunciada por ningún paciente iba dirigida contra ellos mismos. 

Nadie había dicho sin el menor rigor científico: «¿Cómo he podido ser tan idiota, coño?». Expresiones: había caras contorsionadas, ruborizadas. Labios que parecían fruncirse. Mandíbulas que se apretaban. Dientes que rechinaban. Ojos que se cerraban con fuerza, como si la rabia se contuviera mejor en una oscuridad interior. Oyó más de una vez: «Ojalá estuvieran muertos». O la variación estándar semificticia: «Me gustaría matarlos». Sencillo de pensar.

Difícil de hacer. Lo sabía por experiencia propia. Los pacientes lloraban por enfermedades. Lloraban por la muerte. Lloraban por las oportunidades perdidas y las esperanzas frustradas. Lloraban por sus pasados. Lloraban, presas de la desesperación, por lo que veían en sus futuros. Lloraban porque se sentían culpables. Lloraban porque no se sentían culpables. Sollozaban por lo que se les había hecho con crueldad o por lo que habían hecho de manera desconsiderada a otras personas. Lágrimas de cocodrilo. Lágrimas sinceras. Lágrimas que ocultaban problemas complejos. Lágrimas enérgicas que obedecían a simpleserrores. Sabía lo que era Rosebud. 

Y la mayoría de las veces, esa mañana arquetípica, los sollozos se transformaban en rabia o la rabia se desintegraba en sollozos. Eran reflejos de las mismas imágenes. Él opinaba que la psiquiatría se parecía a veces a mirarse en un espejo y sujetar después otro, de modo que se creara una imagen dentro de otra imagen, en el interior de otra imagen, empequeñeciéndose hasta el infinito, pero mostrando siempre el mismo aspecto. La señora Heath, su última paciente de la mañana, lo miró y dijo con una impotencia que contradecía la dureza que había caracterizado gran parte de sus ochenta y siete años: 

—¿Por qué no puedo morir exactamente como quiero? Ricky aguardó un instante, por si continuaba hablando, antes de responder: 

—¿Cree que alguno de nosotros puede diseñar su propia muerte? «Yo lo hice 
—pensó de repente
—. En otra época, en otro mundo, salvé mi vida diseñando mi propia muerte.» No lo dijo en voz alta, aunque aquel día de aniversario sabía por qué aquellos recuerdos teñían implacablemente todas las palabras de cada uno de sus pacientes. 
—Cuando has tenido tanto en la vida, ¿por qué no puede ser igual morirse? 
— continuó la señora Heath
—. ¿Por qué es egoísta o está mal de algún modo querer morir de cierta forma? 
—¿Cómo quiere usted morir, señora Heath? La mujer soltó una carcajada que llenó la habitación. 
—Oh, Ricky, quizá en la silla de montar en un arreo de ganado en Wyoming. O puede que al volante de un Ferrari a 190 km/h por el Bois de Boulogne en París. Tal vez unida por el sedal a un pez aguja de dieciocho kilos en la corriente del Golfo... 

Era la única paciente que utilizaba un tono tan informal. Los demás preferían dirigirse a él como «doctor Starks» para asegurarse a sí mismos que cada hora de terapia era una manera formalizada de abordar una enfermedad fácilmente reconocible, como si los problemas que los llevaban a su consulta no fueran más complejos que un padrastro o un simple resfriado. La señora Heath rio con ganas. Lucía una melena abundante y bien peinada de un rebelde cabello plateado. Su piel reflejaba el paso de los años, aunque no demasiado, de modo que las arrugas le conferían autoridad y no parecían tanto las huellas del envejecimiento. La señora Heath iba poco maquillada y llevaba ropa de marca, elegante y de tonos vivos, por lo que a menudo tenía el aspecto de un ave exótica especialmente vistosa. Tenía unos animados ojos azules que veían el aspecto divertido de muchas cosas. Sonrisa fácil. Risa cordial. 

Una mujer consciente de que había sido tan hermosa que solo tenía que entrar en un sitio para captar la atención pero que no estaba demasiado consternada por el deterioro de su aspecto. Para estar muy preocupada por el proceso de la muerte, la señora Heath parecía extraordinariamente alegre y abrumadoramente sana. Se le daba muy bien ocultar que su corazón estaba enfermo. El dolor físico parecía intrascendente para ella. Y sus abundantes problemas actuales no residían en su pasado, que Ricky supiera. Le habían llegado los últimos meses gracias a los batallones de familiares que la rondaban con las manos extendidas. «¿Oh, tía, estás enferma? Eso es terrible. Terrible, sin duda. ¡Qué mal me sabe! Pero ¿qué hay de mi fondo fiduciario?»

Revisar esta clase de final emocional de su bagaje vital era lo que la había llevado a su consulta hacía seis meses. Al principio, él se había mostrado reacio a aceptarla como paciente («¿Qué soy? ¿Un psicoanalista de la muerte?»), pero eso había cambiado rápidamente, y ahora aguardaba con ansia sus sesiones. La señora Heath se detuvo, meditó sus palabras y sonrió. 

—Bueno, es muy posible que no me importe si hay alguien en mi familia que me entienda. Se tapó la boca para ocultar su carcajada. 
—¿Eso me convierte en una persona horrible, Ricky? 
—No 
—respondió este. 
—¿Tal vez un poquito horrible? 
—insistió, con un tono cantarín en la voz
—. No me importa nada ser un poquito horrible. Hasta podría gustarme. 
—No creo —la contradijo él. 
—Ricky, Ricky... 
—dijo la señora Heath, echando la cabeza hacia atrás
—. Todos somos un poquito horribles a veces. Él sospechaba que eso era cierto. 
—Si después de ochenta y siete años no ves la muerte como una enorme broma cósmica, bueno, es probable que la encuentres aterradora 
—aseguró con confianza. 
—Usted es una auténtica filósofa 
—dijo Ricky. Normalmente no solía dar así suopinión. 
—Supongo que sí 
—admitió la señora Heath tras sonreír de nuevo
—. Una heredera filósofa 
—añadió y, tras una pausa, se encogió de hombros y dijo
—: Una heredera filósofa que se muere. Muy de Charles Dickens, ¿no crees? Suena al típico romanticismo de los páramosingleses. Ricky asintió. 
—Ya no hay suficiente romanticismo en mi vida 
—prosiguió la señoraHeath 
—. Es una pena. Lo que daría por hacer retroceder el reloj unas décadas. Me encantaría revivir uno o dos momentos. Eso sería bonito. Hubo un tiempo, Ricky... Caray, la de historias que podría contarte. Historias escandalosas. 
— Pronunció la palabra «escandalosas» como si fuera una invitación. Ricky dudó que nada de lo que hubiera hecho fuera a escandalizarlo. 
—En su día fui bastante atrevida 
—comentó moviendo la mano con displicencia
—. Rebelde. Peligrosa. Aunque no te lo creas. 
—Echó un vistazo a su reloj
—. Supongo que esto es todo por hoy 
—indicó—. Me siento mucho, muchísimo mejor. Gracias por escucharme, Ricky. 
—Hasta la próxima entonces 
—respondió este. 
—Si todavía sigo aquí 
—dijo la señora Heath sonriendo de nuevo, como si fuera la continuación de la misma broma. Se levantó del gran sillón de cuero reservado para los pacientes. Tomó el caro bastón escocés de endrino tallado a mano del lugar donde lo había colgado en el perchero, golpeó con él un par de veces la alfombra y anunció
—: Realmente no lo necesito, pero me da un toque de distinción. Y se marchó riendo, mientras pasaba por delante del diván que los pacientes rara vez utilizaban. 

Ya no había demasiadas personas que tuvieran el tiempo, la cobertura sanitaria o las ganas de realizar un psicoanálisis freudiano tradicional; el viejo estilo, entre cuatro y cinco días a la semana, una semana tras otra durante años, revisando recuerdos y experiencias para llegar a conocerse, había, en gran parte, desaparecido. Ahora la gente quería conversaciones rápidas cara a cara, buenos consejos y recetas de pastillas. Y, si tenían que privarse de algo, prescindían de la conversación y de los consejos. 

Pero nadie renunciaba jamás a las pastillas. «Soy un dinosaurio avanzando pesadamente por un mundo de coches-cohete. Muy pronto me habré extinguido», pensó. Observó cómo la señora Heath salía de su consulta. Su chófer estaría fuera, aguardándola pacientemente junto a su limusina. En todas sus sesiones no había llorado ni una sola vez por su muerte inminente. Se preguntaba si alguna vez lo haría. Lo dudaba.

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