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EL PSICOANALISTA: JOHN KATZENBACH pdf

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PRIMERA PARTE UNA CARTA AMENAZADORA.

El año en que esperaba morir se pasó la mayor parte de su quincuagésimo tercer cumpleaños como la mayoría de los demás días, oyendo a la gente quejarse de su madre. Madres desconsideradas, madres crueles, madres sexualmente provocativas. Madres fallecidas que seguían vivas en la mente de sus hijos. Madres vivas a las que sus hijos querían matar. El señor Bishop, en particular, junto con la señorita Levy y el realmente desafortunado Roger Zimmerman, que compartía su piso del Upper West Side y al parecer su vida cotidiana y sus vívidos sueños con una mujer de mal genio, manipuladora e hipocondríaca que parecía empeñada en arruinar hasta el menor intento de independizarse de su hijo, dedicaron sus sesiones a echar pestes contra las mujeres que los habían traído al mundo.

Escuchó en silencio terribles impulsos de odio asesino, para agregar sólo de vez en cuando algún breve comentario benévolo, benévolo, evitando interrumpir la cólera que fluía a borbotones del diván. Ojalá alguno de sus pacientes inspirara hondo, se olvidara por un instante de la furia que sentía y comprendiera lo que en realidad era furia hacia sí mismo. Sabía por experiencia y formación que, con el tiempo, tras años de hablar con amargura en el ambiente peculiarmente distante de la consulta del analista, todos ellos, hasta el pobre, desesperado e incapacitado Roger Zimmerman, llegarían a esa conclusión por sí solos.

Aun así, el motivo de su cumpleaños, que le recordaba de un modo muy directo su mortalidad, lo hizo preguntarse si le quedaría tiempo suficiente para ver a alguno de ellos llegar a ese momento de aceptación que constituye el eureka del analista. Su propio padre había muerto poco después de haber cumplido cincuenta y tres años, con el corazón debilitado por el estrés y años de fumar sin parar, algo que le rondaba sutil y malévolamente bajo la conciencia. Así, mientras el antipático Roger Zimmerman gimoteaba en los últimos minutos de la última sesión del día, él estaba algo distraído y no le prestaba toda la atención que debería.

De pronto oyó el tenue triple zumbido del timbre de la sala de espera. Era la señal establecida de que había llegado un posible paciente. Antes de su primera sesión, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar, debía hacer dos llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, más larga. Eso era para diferenciarlo de cualquier vendedor, lector de contador, vecino o repartidor que pudiera llegar a su puerta. Sin cambiar de postura, echó un vistazo a su agenda, junto al reloj que tenía en la mesita situada tras la cabeza del paciente, fuera de la vista de éste. A las seis de la tarde no había ninguna anotación. El reloj marcaba las seis menos doce minutos, y Roger Zimmerman pareció ponerse tenso en el diván.

—Creía que todos los días yo era el último. No contestó. 

—Nunca ha venido nadie después de mí, por lo menos que yo recuerde 

—añadió Zimmerman

—. Jamás. ¿Ha cambiado las horas sin decírmelo? Siguió sin responder. 

—No me gusta la idea de que venga alguien después de mí 

—espetó Zimmerman—. Quiero ser el último. 

—¿Por qué cree que lo prefiere así? —le preguntó por fin. 

—A su manera, el último es igual que el primero 

—contestó Zimmerman con una dureza que implicaba que cualquier idiota se daría cuenta de eso. Asintió. Zimmerman acababa de hacer una observación fascinante y acertada. Pero, como era propio del pobre hombre, la había hecho en el último momento de la sesión. No al principio, cuando podrían haber mantenido un diálogo fructífero los cincuenta minutos restantes.

—Intente recordar eso mañana 

—sugirió

—. Podríamos empezar por ahí. Me temo que hoy se nos ha acabado el tiempo.

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