Bajo la acacia de Occidente
A sus cincuenta años, y tras lograr la prosperidad de Egipto, Ramsés no puede disfrutar aún de la tranquilidad de la edad madura. Ahora debe mantener la paz y sortear cuantos obstáculos puedan amenazar la estabilidad de su imperio.
Ramsés, el hijo de la luz, sabe cómo cambiar el ánimo de sus enemigos para convertirlos en aliados, y cómo conciliarse también con las fuerzas del más allá. Pero lo que Ramsés no puede impedir, después de casi cuarenta años de reinado, es el paso del tiempo, ni que éste le robe a uno de sus mejores amigos.
Y cuando inexorablemente llega la vejez, Ramsés se sienta bajo la sombra de una acacia para emprender su último viaje, un viaje del que sólo será testigo el escriba Ameni, su fiel servidor durante más de sesenta y siete años. Bajo la acacia de Occidente es el último volumen de la monumental pentalogía que Christian Jacq le ha dedicado a Ramsés.
Los rayos del sol poniente cubrían de oro celeste la fachada de los templos de Pi-Ramsés, la capital que Ramsés el Grande había hecho construir en el Delta. La ciudad de turquesa, denominada de ese modo por el color de las tejas barnizadas que adornaban la fachada de las mansiones, encarnaba la riqueza, el poder y la belleza. Era agradable vivir allí, pero aquella noche Serramanna, el gigante sardo, no disfrutaba de la suavidad del aire ni de la ternura de un cielo que se teñía de rosa.
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Tocado con un casco adornado con cuernos, con la espada al costado, el bigote rizado, el antiguo pirata, convertido en jefe de la guardia personal de Ramsés, galopaba de muy mal humor hacia la ciudad del príncipe hitita Uri- Techup, en arresto domiciliario desde hacía varios años. Uri-Techup, hijo destronado del emperador del Hatti, Muwattali, enemigo jurado de Ramsés. Uri-Techup, que había asesinado a su propio padre para ocupar su lugar. Pero había sido menos astuto que Hattusil, el hermano del emperador.
Ramsés
Cuando Uri-Techup creía tener el país en sus manos, Hattusil se había apoderado del trono, obligando a su rival a que se diera a la fuga, organizada convenientemente por el diplomático Acha, amigo de infancia de Ramsés. Serramanna sonrió. ¡El implacable guerrero anatolio en fuga! En el colmo de la ironía, había sido Ramsés, el hombre al que Uri-Techup odiaba más en el mundo, quien le había concedido asilo político, a cambio de informaciones sobre las tropas hititas y su armamento. Cuando en el año 21 del reinado de Ramsés, y ante la sorpresa de ambos pueblos, Egipto y el Hatti habían firmado un tratado de paz y de ayuda mutua en caso de agresión exterior, Uri-Techup creyó que su última hora había llegado.
¿No era acaso la víctima expiatoria por excelencia y un perfecto regalo ofrecido por Ramsés a Hattusil para sellar su entendimiento? Pero por respeto al derecho de asilo, el faraón se había negado a extraditar a su huésped. Ahora, Uri-Techup no contaba ya. Y a Serramanna no le gustaba en absoluto la misión que Ramsés le había confiado. La mansión del hitita se hallaba en el lindero norte de la ciudad, en el centro de un palmeral; al menos habría gozado de una existencia lujosa en esa tierra de faraones que tanto había deseado destruir. Serramanna admiraba a Ramsés y le sería fiel hasta el final; así pues, ejecutaría la terrible orden que el rey le había dado, pero a regañadientes. A la entrada de la mansión había dos policías, elegidos por Serramanna, armados con puñales y bastones.
—¿Sin novedad?
—Nada, jefe.
El hitita duerme la mona en el jardín, junto al estanque. El gigante sardo cruzó el umbral de la propiedad y, con apresuradas zancadas, tomó la arenosa avenida que llevaba al estanque. Tres policías más vigilaban permanentemente al ex general en jefe del ejército hitita, que se pasaba el tiempo comiendo, bebiendo, nadando y durmiendo. Unas golondrinas jugaban en el cielo, una abubilla rozó el hombro de Serramanna. Con las mandíbulas crispadas, prietos los puños, maligna la mirada, se preparaba para actuar. Por primera vez lamentaba estar al servicio de Ramsés.
Como una fiera venteando la proximidad del peligro, Uri-Techup despertó antes de oír los pesados pasos del gigante. Grande, musculoso, Uri-Techup llevaba los cabellos largos; en su torso resaltaba un bosque de vello rojo. Ignorando el frío, incluso durante el invierno anatolio, no había perdido ni una pizca de su fuerza.
Tendido en las losas que bordeaban el estanque, con los ojos entornados, el hitita vio acercarse al jefe de la guardia personal de Ramsés el Grande y comprendió que había llegado la hora. Tras la firma del monstruoso tratado de paz entre Egipto y el Hatti, Uri-Techup ya no se sentía seguro. Había pensado en más de una ocasión en evadirse, pero los hombres de Serramanna no le habían dado la oportunidad. Si hubiera escapado a la extradición habría sido degollado como un cerdo por un animal tan implacable como él mismo.
—Levántate —ordenó Serramanna. Uri-Techup no solía recibir órdenes. Con lentitud, como si saboreara sus últimos gestos, se levantó e hizo frente al hombre que iba a cortarle el cuello. Los ojos del sardo reflejaban un furor contenido a duras penas.
—Hiere, carnicero
—dijo el hitita con desdén
—, puesto que tu dueño lo exige. Ni siquiera te concederé el placer de defenderme. Los dedos de Serramanna se crisparon sobre el pomo de su corta espada.
—Lárgate. Uri-Techup creyó haber oído mal.
—¿Qué quieres decir?
—Eres libre.
—¿Libre?… ¿Qué quieres decir?
—Abandonas esta casa y te vas adonde quieras. El faraón aplica la ley. Ya no existe ninguna razón para retenerte aquí.
—¡Bromeas!
—Es la paz, Uri-Techup. Pero si cometes el error de quedarte en Egipto y provocas el menor disturbio, te detendré. Y te aseguro que ya no serás considerado un dignatario extranjero, sino un criminal de derecho común. Cuando llegue el momento de hundirte la espada en el vientre, no vacilaré.
—De momento, no tienes derecho a tocarme. ¿Es eso, no es cierto?
—¡Lárgate! Una estera, un taparrabos, unas sandalias, una hogaza de pan, un manojo de cebollas y dos amuletos de loza que podría cambiar por alimento: ese era el escaso equipaje concedido a Uri- Techup, quien durante varias horas vagó por las calles de Pi-Ramsés como un sonámbulo. La recuperada libertad actuaba como la embriaguez, y el hitita no conseguía ya razonar.