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✅ EL LOBO de Wall Street Jordan Belfort

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El lobo de Wall Street Una increíble historia de codicia, excesos y millones de dólares... real

Jordan Belfort
 El lobo de Wall Street Una increíble historia de codicia, excesos y millones de dólares... real

Ésta es la historia de Jordan Belfort, llamado El lobo de Wall Street por sus multimillonarios negocios en el mercado de inversión estadounidense y por su extravagante vida, marcada por los excesos propios de una estrella del rock: sexo, drogas y, en su caso, varios cientos de millones de dólares ganados de modo fraudulento con la compra y venta de acciones a través de Stratton Oakmont, una firma de su propiedad que marcó un antes y un después en la historia de Wall Street.


Si durante el día su ejército de traders le permitía ganar miles de dólares, durante la noche los gastaba con el mismo frenesí en restaurantes de moda, drogas de todo tipo, prostitutas de lujo y viajes alrededor del mundo y con frecuentes paradas en los bancos suizos. 

En esta asombrosa e hilarante autobiografía, Belfort narra la vorágine de codicia, poder y excesos que lo llevó a convertirse una leyenda de Wall Street, desde la tormentosa relación con su mujer, con quien compartía una mansión que incluía dos niños y veintidós personas a su servicio, hasta el desenfrenado hedonismo de su vida laboral, donde el consumo de drogas y el sexo entre compañeros de trabajo durante el horario de oficina no sólo estaban permitidos sino que formaban parte de la cultura corporativa. Ésta es la increíble historia de un hombre común que comenzó vendiendo helados a los dieciséis años y terminó por ganando cientos de millones de dólares hasta que, tras años evitándolo, todo el peso de la justicia cayó sobre sus espaldas.

Prólogo Un niño perdido  1 de mayo de 1987 

 —En esta empresa eres la última basura 
—me dijo mi jefe, mientras recorríamos juntos la sala de negocios de LF Rothschild por primera vez—. ¿Tienes algún problema con eso, Jordan? 
—No —respondí
—. Ninguno. 
—Bien 
—dijo con sequedad y sin detener la marcha. Caminábamos por un laberinto de escritorios de caoba marrón y negros cables telefónicos, en el piso veintitrés de una torre de vidrio y aluminio de cuarenta y un pisos que se alzaba sobre la legendaria Quinta Avenida de Manhattan. La sala de negociaciones era un vasto espacio, de unos quince metros por treinta y cinco. Era un ámbito opresivo, atestado de escritorios, teléfonos, monitores de ordenador y yuppies engreídos, unos setenta en total. Se habían quitado las chaquetas de sus trajes y, a esa hora de la mañana 
—eran las nueve y veinte
—, estaban reclinados en sus asientos leyendo sus ejemplares del The Wall Street Journal y felicitándose por ser jóvenes Amos del Universo. Ser un Amo del Universo me parecía una noble aspiración. Mientras pasaba frente a los Amos, enfundado en mi traje azul barato y mis toscos zapatones, descubrí que anhelaba ser uno de ellos. Pero mi nuevo jefe no tardó en recordarme que no lo era. 
—Tu trabajo 
—miró la insignia plástica de mi solapa barata
—, Jordan Belfort, es ser un conector, lo que significa que tendrás que llamar a quinientos números de teléfono al día, tratando de sortear a las secretarias que te atiendan. No debes vender nada, recomendar nada ni crear nada. Lo único que tienes que lograr es que los dueños de las empresas a las que llamas te atiendan. 
—Se detuvo durante un breve instante antes de escupir más veneno
—. Y cuando alguno atienda el teléfono, todo lo que tienes que decir es: «Hola, señor Fulano de Tal, le paso con Scott». Me pasas el teléfono y sigues llamando. ¿Crees que puedes hacerlo, o es demasiado complicado para ti? 
—No. Puedo manejarlo 

—dije en tono confiado, mientras una oleada de pánico del tamaño de un tsunami asesino me inundaba. El programa de entrenamiento de LF Rothschild duraba seis meses. Serían meses duros, demoledores, y durante ese tiempo yo estaría a merced de imbéciles como Scott, el estúpido que parecía haber brotado de las ígneas profundidades de un infierno yuppie. Atisbándolo por el rabillo del ojo, llegué a la conclusión de que Scott parecía un pez dorado. Era calvo y pálido, y el poco cabello que le quedaba era de un anaranjado color barro. Tenía poco más de treinta años, era más bien alto, con un cráneo estrecho y labios rosados y abultados. Llevaba una pajarita, lo que le daba un aspecto ridículo. Sus ojos pardos y saltones miraban desde atrás de unas gafas metálicas, que realzaban su aspecto de pez. 
—Bien 
—dijo el estúpido pez dorado
—. Estas son las reglas: no hay recreos, llamadas personales, ausencias por enfermedad, no se llega tarde, no se holgazanea. Tienes treinta minutos para almorzar —se detuvo para dar efecto a sus palabras—, y lo mejor será que regreses a tiempo, porque hay una cola de cincuenta personas dispuestas a aceptar tu puesto de trabajo si te equivocas. Caminaba sin dejar de hablar. Yo iba un paso detrás de él, hipnotizado por los puntos luminosos color naranja que se deslizaban sobre los grises monitores de las computadoras, trazando miles de cotizaciones de acciones. En el frontal de la sala, una pared de vidrio daba al centro de Manhattan. Podía ver el Empire State Building frente a nosotros. Era más alto que todos los demás y parecía alzarse hasta el firmamento para rascar el cielo. Era todo un espectáculo, digno de un joven Amo del Universo. Y, en ese momento, llegar a serlo parecía un objetivo cada vez más lejano. 
—A decir verdad 
—farfulló Scott
—, no me parece que tengas condiciones para este trabajo. Pareces un niño, y Wall Street no es un lugar para niños. Es un lugar para asesinos. Para mercenarios. En cierto sentido, puede decirse que eres afortunado, porque yo no me ocupo de contratar a la gente. 
—Soltó una risita irónica. Me mordí el labio y no dije nada. Era 1987, y parecía que los yuppies imbéciles como Scott gobernaban el mundo. Wall Street estaba en plena fase ascendente, y escupía nuevos millonarios a docenas. El dinero era barato, y un tipo llamado Michael Milken había inventado algo llamado «bonos basura» que cambió la manera de hacer negocios de las empresas estadounidenses. Fue una época de codicia desenfrenada y de alocados excesos. La era del yuppie. Cuando nos aproximábamos a su escritorio, mi némesis yuppie se volvió a mí y dijo: 
—Te lo vuelvo a decir, Jordan: eres el último entre los últimos. No eres más que un conector. 
— Cada palabra rezumaba desdén
—. Y hasta que no hayas pasado la primera eliminatoria, conectar será todo tu universo. Y por eso eres la última de las basuras. ¿Algún problema? 
—Para nada 
—respondí
—. Es el trabajo perfecto para mí porque, en efecto, soy la última de las basuras.


 

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