La Naranja Mecánica
PRIMERA PARTE
1
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.
El bar lácteo Korova era un mesto
donde servían leche-plus, y quizás ustedes, oh hermanos míos, han olvidado
cómo eran esos mestos, pues las cosas cambian tan scorro en estos días, y
todos olvidan tan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios.
Bueno, allí vendían leche con algo más. No tenían permiso para vender
alcohol, pero en ese tiempo no había ninguna ley que prohibiese las nuevas
vesches que acostumbraban meter en el viejo moloco, de modo que se podía
pitearlo con velocet o synthemesco o drencrom o una o dos vesches más que te
daban unos buenos, tranquilos y joroschós quince minutos admirando a Bogo
y el Coro Celestial de Ángeles y Santos en el zapato izquierdo, mientras las
luces te estallaban en el mosco.
O podías pitear leche con cuchillos como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, y eso era lo que estábamos piteando la noche que empieza mi historia. Teníamos los bolsillos llenos de dengo, de modo que no había verdadera necesidad de crastar un poco más, de tolchocar a algún anciano cheloveco en un callejón, y videarlo nadando en sangre mientras contábamos el botín y lo dividíamos por cuatro, ni de hacernos los ultraviolentos con alguna ptitsa tembleque, starria y canosa en una tienda, y salir smecando con las tripas de la caja. Pero como se dice, el dinero no es todo en la vida.
Además, llevábamos chaquetas cortas y ajustadas a la
cintura, sin solapas, con esos hombros muy abultados (les decíamos plechos)
que eran una especie de parodia de los verdaderos hombros anchos. Además,
hermanos míos, usábamos esas corbatas de un blanco sucio que parecían de
puré o cartófilos aplastados, como si les hubieran hecho una especie de dibujo
con el tenedor. Llevábamos el pelo no demasiado largo, y calzábamos botas
joroschós para patear.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Había tres débochcas juntas frente al mostrador, pero nosotros éramos
cuatro málchicos, y en general aplicábamos lo de uno para todos y todos para
uno. Las pollitas también estaban vestidas a la última moda, con pelucas
púrpuras, verdes y anaranjadas en las golovás, y calculo que cada una les
habría costado por lo menos tres o cuatro semanas de salario, y un maquillaje
haciendo juego (arcoiris alrededor de los glasos y la rota pintada muy ancha).
Llevaban vestidos largos y negros muy derechos, y en la parte de los grudos pequeñas insignias plateadas con los nombres de distintos málchicos. Joe, Mike y otros por el estilo. Seguramente los nombres de los diferentes málchicos con los que se habían toqueteado antes de los catorce. Miraban para nuestro lado, y estuve a punto de decir (por supuesto, torciendo la rota) que saliéramos a polear un poco, dejando solo al pobre y viejo Lerdo. Sería suficiente cuperarle un demi-litre de blanco, aunque esta vez con algo de synthemesco; pero la verdad es que no habría sido juego limpio. El Lerdo era muy fiero y tal cual su nombre, pero un peleador de la gran siete, de veras joroschó y un as de la bota.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.
O podías pitear leche con cuchillos como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, y eso era lo que estábamos piteando la noche que empieza mi historia. Teníamos los bolsillos llenos de dengo, de modo que no había verdadera necesidad de crastar un poco más, de tolchocar a algún anciano cheloveco en un callejón, y videarlo nadando en sangre mientras contábamos el botín y lo dividíamos por cuatro, ni de hacernos los ultraviolentos con alguna ptitsa tembleque, starria y canosa en una tienda, y salir smecando con las tripas de la caja. Pero como se dice, el dinero no es todo en la vida.
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Los cuatro estábamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones de malla negra muy ajustada, y el viejo molde de la jalea, como le decíamos entonces, bien apretado a la entrepierna, bajo la nalga, cosa de protegerlo, y además con una especie de dibujo que se podía videar bastante bien si le daba cierta luz; el mío era una araña, Pete tenía una ruca (es decir, una mano), Georgie una flor muy vistosa y el pobre y viejo Lerdo una cosa bastante fiera con un litso (quiero decir, una cara) de payaso, porque el Lerdo no tenía mucha idea de las cosas y era sin la más mínima duda el más obtuso de los cuatro.Llevaban vestidos largos y negros muy derechos, y en la parte de los grudos pequeñas insignias plateadas con los nombres de distintos málchicos. Joe, Mike y otros por el estilo. Seguramente los nombres de los diferentes málchicos con los que se habían toqueteado antes de los catorce. Miraban para nuestro lado, y estuve a punto de decir (por supuesto, torciendo la rota) que saliéramos a polear un poco, dejando solo al pobre y viejo Lerdo. Sería suficiente cuperarle un demi-litre de blanco, aunque esta vez con algo de synthemesco; pero la verdad es que no habría sido juego limpio. El Lerdo era muy fiero y tal cual su nombre, pero un peleador de la gran siete, de veras joroschó y un as de la bota.
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