Prólogo
Fue Rebeca Mangas, productora de nuestro programa de radio, quien nos presentó.
Una amiga de Rebe, paciente de Gaby, le había sugerido que invitáramos a su
tanatóloga al estudio. Ese día, en el lejanísimo 2012, Rebe me dijo algo que todavía
recuerdo perfectamente: «Martha, vas a ver: te quiero presentar a un ángel». Nunca
me había puesto a considerar con seriedad el aspecto físico de los ángeles, así que tuve
muchos problemas para reconocer a Gaby como uno de ellos de inmediato. Sólo con
el tiempo, y los años que llevamos trabajando juntas, me he dado cuenta que Rebe,
en efecto, tenía la bocota llena de razón.
En el primer programa que hicimos con Gaby hablamos sobre el libro que traía
entonces bajo el brazo: Cómo curar un corazón roto, me pareció un título excepcional, y
que planteaba una pregunta a la que muchas veces habíamos querido dar respuesta en
la radio. Resultó que Gaby tenía un montón de ideas que de inmediato me hicieron
clic. De pronto, y sin habérmelo propuesto, ya tenía tanatóloga de cabecera.
A la
fecha, el podcast de ese día lo siguen descargando montones de cuentahabientes.
Desde entonces he querido tener a Gaby cerca, cerquita: cada vez que está con
nosotros en cabina, las redes sociales se llenan de mensajes y los teléfonos suenan todo
el rato con una bola de llamadas: de corazones rotos; de corazones reparados; de todos
aquellos que reconocen en Gaby una voz super real, honesta, directa (yo siempre digo
que viene a zarandearnos) pero amorosa. Los temas que tocamos son muy fuertes y
entonces pasa algo curioso: una parte de mí no quiere oír ni una palabra más y la otra
se muere porque siga hablando. Así pasa con Gaby.
Así me pasó no sólo con Cómo curar un corazón roto, sino con su siguiente libro Elige
no tener miedo, en el que Gaby recupera las historias de algunos pacientes suyos que
literalmente ponen la piel chinita.
Uno siente que igual y estaría mejor echado,
viendo videos de gatitos en YouTube, pero al mismo tiempo no puede separar los ojos
del libro: cada capítulo es un aprendizaje completo.
Hace unos meses Gaby me contó que ya estaba trabajando en este, su libro nuevo;
en ese entonces, a punto de terminarlo, me pidió a mí que hiciera el prólogo. Viajar
por la vida era otro título tan chido que me daban ganas de haberlo escrito yo. Lo
mismo pensaba Gaby. «Martha», me dijo, «nadie sabe de viajes y de producirse la vida
más que tú». No sé si eso será cierto…pero me gustó cómo lo dijo y le dije: ¡va! Aunque la verdadera razón por la que acepté es que en este libro se junta una de
mis más grandes pasiones –viajar– con una de mis más grandes preocupaciones, la
pérdida. Juntar lo que me da paz y lo que me la quita en un mismo libro me pareció
increíblemente interesante.
Eran, de nuevo, estas ganas de cerrar el libro y al mismo
tiempo de no dejar de leerlo.
Hacer de la lectura una metáfora del viaje (o al revés, del viaje una metáfora de la
vida) es tan lógico que por eso el Quijote, con todas sus aventuras, fue el bestseller por
excelencia del siglo XVII.
Para leer, uno tiene que ponerse cómodo, revisar que no le esté goteando el aceite,
y dejarse llevar por la fuerza y el impulso de las palabras, por el motor de la oración o
por el siguiente párrafo. Leer es viajar porque las páginas, literalmente, van pasando, y
con ellas la imaginación de los lectores: los escenarios a donde nos llevan los capítulos,
los personajes con los que nos encontramos, las emociones propias de cada nudo en la
trama. Lo que pasa en un libro a veces no lo podemos separar de lo que nos pasó a
nosotros. Viajar y leer son en realidad dos sinónimos coquetos de vivir.
Viajar merece lo que se pague por ello.
Descubrir el mundo es una de esas
invitaciones que uno no tiene que hacerme dos veces. Siempre que regreso de un viaje
les comparto a mis queridísimos cuentahabientes todos los detalles; no para presumir,
sino para motivarlos a que se lancen, picarlos para que se atrevan a ponerse nuevos
retos y llegar a todos esos destinos que jamás habían pensado. Que no crean, de
entrada, que ese algo está fuera de sus posibilidades, sino que luchen por ello y lo
consigan.
Porque de nada sirve viajar si después no podemos compartir con alguien lo que
aprendimos. Si ya nos fuimos hasta el Tíbet a encontrarnos a nosotros mismos, qué
nos cuesta copiarle en un mensaje a la amiga neurótica los mantras más efectivos.
Ninguna guía impresa es tan socorrida como el consejo personal: la lista de lugares
que a nosotros nos gustaron, las partes que puedes saltarte perfectamente, o lo que de
plano tienes que evitar a toda costa (comida carísima pero con huevo crudo por
encima, por ejemplo). Seguimos siendo más los que confiamos en lo que nos cuenta
un amigo que lo que nos sugiere un algoritmo.
¿Qué es la amistad sino compartir lo
que vivimos?
Y en la vida, queda claro, también perdemos. No siempre, y no todo el rato, pero
de que perdemos, perdemos. O perderemos. Me gusta mucho una frase de Mariano
Barragán que dice más o menos así: podemos perder todo siempre y cuando no
perdamos la lección. De ahí que siempre tratemos de tener especialistas (como Gaby)
en el programa y en la revista Moi que nos ayuden a recorrer, de su mano, los caminos
que nosotros no conocemos. Que nos compartan lo que saben y han estudiado, sobre
todo cuando se trata de los caminos espinosos, para evitar los baches o auténticos
cráteres tipo Periférico que podemos encontrar a lo largo del recorrido, de la aventura,
de la vida-lectura.