ahí estaba. Inmóvil. Quietecito, como ido. Enfermo, empapado en sudor, a sus nueve meses de edad. Un médico en Atlacomulco lo atendía, pero no resultó ser muy bueno. Enrique Peña Nieto se puso grave; una fuerte infección intestinal lo estaba deshidratando. Mientras el niño se debatía entre la vida y la muerte, su madre, Socorro, se culpaba de haber sido ella quien alimentó al pequeño con una leche de propiedades especiales, que mandaban traer del rancho de un familiar de su esposo, pero que resultó un fraude. Coco recuerda que su marido dejó de reaccionar cuando vio a su hijo en tan mal estado. No parecía haber esperanzas de que sobreviviera. Fue una amiga de la familia, Rosita Velasco, quien sacó al bebé adelante. Amiga de la pareja, Rosa era doctora.
Ante la tribulación familiar, la parálisis del padre y la gravedad del bebé, Rosa sugirió trasladar al niño a Toluca para intentar salvarlo, sin consultar a su padre. La amiga tramó un plan entre mujeres: indicó a Coco que subiera al niño a la camioneta y le preparara un suero para que se lo fuera dando durante el camino (hoy, el trayecto por autopista es de casi una hora). Ella se había puesto en contacto con un médico que las estaría esperando. Al llegar a la clínica de Toluca, las mujeres entraron corriendo al área de urgencias; la madre con el niño en brazos. El especialista ordenó intervenir al bebé de emergencia con una venodisección, pero la criatura estaba demasiado débil y sufrió un paro cardiorrespiratorio. Clínicamente Enrique Peña Nieto estaba muerto. El pediatra le pidió a Rosa que fuera ella quien le diera la noticia a los padres, pues los Peña Nieto eran sus amigos. Rosa se negó rotundamente. Para ella la muerte de Quique resultaba muy dolorosa.
Acordaron, entonces, que comunicarían la tragedia juntos y sacaron al bebé en camilla para llevarlo con sus padres. Cuando Enrique y Coco vieron entrar a su hijo, asumieron que venía dormido; relajaron por fin los nervios y dejaron salir las primeras expresiones de alivio. En el cuarto, la cuna seguía cubierta con plástico, aún sin tender. Con cuidado el camillero depositó en ella el cuerpo inerte del bebé, y de pronto éste soltó un vivísimo llanto. Los médicos, turbados, se vieron entre sí. Si bien estaban contentos, Coco y Enrique recibieron con naturalidad que Quique hubiera vuelto en sí, pues confiaban en que sus oraciones habían sido escuchadas. Para los médicos, en cambio, el hecho se convirtió en uno de esos casos que la ciencia no puede explicar. En ese momento acordaron no decirle nada de lo que había sucedido a los papás del pequeño.
No querían alterarlos más. Fue hasta un año después que Enrique y Coco se enteraron de que su hijo, al final de su estancia en el quirófano, estuvo durante unos minutos sin vida. Coco me cuenta este episodio en la casa de gobierno de Toluca, cuando su hijo todavía gobierna el estado. Accede feliz a hablar de “Quique”, del que está orgullosa y, según dicta el complejo de Edipo, casi enamorada. El carisma de “Coco”, como le dice todo mundo de cariño, es el mismo que el de Peña Nieto. Tiene la tez blanca y los ojos cafés. El pelo, oscuro y corto, lo lleva peinado en ondas hacia atrás de forma conservadora.
A nuestra cita viene de traje sastre floreado. En cuanto la saludo de beso en la mejilla me doy cuenta de que es integrante del club de la perlita, trae collar a juego con los aretes. Es chiquita de tamaño, igual que el hijo que, dicen, modifica su estatura (1.72) con unas plantillas especiales que se añaden por dentro a los zapatos para aumentarle unos centímetros. Como buena señora de provincia, Socorro Nieto es muy de su familia y sus recuerdos, pero también está bien parada en el presente. A sus 69 años es una mujer energética, vital y con muy buen sentido del humor. Durante cuatro décadas fue señora de Peña del Mazo, pero ahora es más de Peña Nieto que otra cosa; la primera mujer importante en la vida del político, la de más derechos; es ni más ni menos que la mamá del puntero en todas las encuestas para ocupar la silla presidencial.
Viuda desde 2005, poco antes de que su hijo mayor rindiera protesta como gobernador del estado, se diría que el rol de madre del poder le queda natural. Acostumbrada a la política desde siempre (Salvador Sánchez Colín, gobernador del Estado de México de 1951 a 1957, era hermano de su madre), junto con su esposo (también pariente de los gobernadores Alfredo del Mazo padre e hijo), preparó a su primogénito para sobresalir, y ahora celebra el hecho de verlo brillar en grande. La mamá de Peña Nieto es simpática y parlanchina. De esas personas que caen muy bien desde la primera vez. Su desenvoltura y lenguaje amplio denotan que fue maestra de profesión. Tiene mucha claridad en sus ideas, es elocuente y divertida para contar historias, tanto que ella misma se ríe de cómo las cuenta. De lo poco que no parece disfrutar es la ausencia de su hijo en las reuniones de familia desde que se hizo gobernador.
Romance con el de Acambay
Como cualquier niña de 10 años, María del Perpetuo Socorro Nieto Sánchez “Coco” era fanática de los dulces y chocolates (confiesa serlo hasta la fecha), por lo que estaba obligada a asistir con cierta regularidad al consultorio del dentista de Atlacomulco. A este mismo lugar iba Gilberto Enrique Peña del Mazo, a sus 16, pero a diferencia de la niña, el joven acudía más bien para esperar a que el médico terminara sus consultas y llevarlo a su casa para atender a su abuela, quien debido a su edad avanzada apenas si se trasladaba dentro de su casa en una silla de ruedas. A Coco no le llamaba la atención Enrique. En cambio él, ya adolescente, comenzó a tener simpatía por la niña de pelo muy largo que estudiaba en el colegio de religiosas guadalupanas y usaba las tobilleras hasta la rodilla.
A pesar de que Enrique vivía en la ciudad de México, donde cursaba la secundaria, cada fin de semana viajaba a Atlacomulco para atender a su madre, Dolores del Mazo Vélez, quien, desde los 22 años, estando embarazada de su segundo hijo Arturo, había quedado viuda de Arturo Peña Arcos. El pueblo era chico, y las abuelas de Coco y Enrique se conocían y llevaban extraordinariamente bien; eran casi vecinas, sólo dividía sus casas la calle principal de Atlacomulco. En un lado vivía “Mariquita” Colín, esposa de Silvano Sánchez Lovera, la abuela de Coco, y en el otro “Lolita” Vélez, esposa de Pedro del Mazo Villasante. Años más tarde, tras la muerte de la primera, a consecuencia de un accidente, Enrique aprovechó para tener un mayor acercamiento con Coco y acudió personalmente a dar el pésame a la casa de Toluca, a la que se había mudado la niña con su familia. La visita fue tan sentida que el galán incluso pidió una fotografía de doña “Mariquita”, para poder tenerla siempre presente.