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✅ James Allen De la pobreza al éxito Cómo disfrutar de paz y prosperidad

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En ocasiones el alma siente que ha encontrado una paz y una felicidad convincente practicando alguna religión, adoptando una filosofía o persiguiendo un ideal artístico o intelectual. Pero siempre una avasallante inquietud viene a mostrar que aquella religión no es la adecuada o es insuficiente; que aquella filosofía teórica resulta un apoyo inútil; o aquel ideal que el creyente construyó durante muchos años, cae destrozado a sus pies en un instante. 

¿No existe una manera de escapar de la pena y del dolor? ¿Acaso la felicidad, la prosperidad y una paz permanentes, son tan sólo sueños inalcanzables? Existe una manera —nos dice James Allen— en que el mal puede desterrarse para siempre. Existe un proceso mediante el cual la enfermedad y la pobreza, así como cualquier situación o circunstancia adversa, pueden apartarse de nuestro lado para no regresar jamás. Existe un método con el que puede asegurarse una prosperidad permanente, sin que regrese la adversidad. También existe una práctica con la que podemos alcanzar y compartir una continua e infinita paz y dicha.

Primera parte
LA RUTA HACIA LA PROSPERIDAD.

1 La lección del mal 

Las sombras que eclipsan nuestra vida son el dolor, la angustia y el sufrimiento. No existe en el mundo ni un solo corazón que no haya sentido el aguijón del dolor, ni una sola mente que no haya sido arrojada a las oscuras aguas de las preocupaciones, ni unos ojos que no hayan derramado las lágrimas ardientes de una angustia indescriptible. No existe ni un solo hogar en el que no hayan entrado la enfermedad y la muerte, esos grandes destructores que separan corazones y que despliegan la pálida mortaja del dolor. Tarde o temprano, todos caemos en las poderosas y, al parecer, indestructibles redes del mal, y así es como el dolor, el desamparo y el infortunio acechan a la humanidad. Con el fin de escapar de esta intensa tristeza, o de mitigarla de alguna manera, tanto hombres como mujeres tratan de esquivarla por medio de innumerables artimañas, con la esperanza de encontrar un estado de felicidad que no se desvanezca. 

Eso es lo que sucede con los que abusan del alcohol y con las personas que viven relaciones promiscuas, en su obsesión por las emociones sensuales. O en el caso del esteta exclusivista que prefiere no saber de los problemas del mundo, rodeándose de lujos. También es el caso de aquellas personas que ansían la fama y la fortuna, sometiéndose a lo que sea con tal de lograr su objetivo, y de los que buscan consuelo en la representación de ritos religiosos. Y, como un suave murmullo, la tan buscada felicidad parece llegarnos a todos y, por algún tiempo, el alma es arrullada en una dulce seguridad y en un olvido de la existencia del mal embriagador. Pero, un día, se presenta una enfermedad o una gran pena, una provocación o un infortunio que, de pronto, irrumpen en el alma desprotegida y la estructura de la imaginaria felicidad se rompe en mil pedazos. 

De modo que sobre cada particular alegría pende la espada de Damocles del dolor, preparada para caer en cualquier momento y destrozar el alma de aquel que no cuente con la protección del conocimiento. Los niños desean convertirse en mayores y los adultos suspiran por la felicidad perdida de la infancia. El pobre sufre debido a las cadenas que le impone la pobreza, y el rico vive con el miedo constante de ser pobre o recorre el mundo en busca de la sombra fugaz que él llama felicidad. En ocasiones, el alma siente que ha encontrado una paz y una felicidad convincente al practicar una determinada religión, adoptar una filosofía o perseguir un ideal artístico o intelectual. Pero, siempre, una avasallante inquietud termina por demostrar que aquella religión no es la adecuada o es insuficiente, que aquella filosofía teórica resulta un apoyo inútil, o que aquel ideal que el creyente construyó durante muchos años ha caído destrozado a sus pies en un instante. 

Entonces, ¿no existe una manera de escapar de la pena y del dolor? ¿No existen medios para desbaratar las ataduras del mal? ¿Acaso la felicidad, la prosperidad y la paz permanentes son tan sólo sueños inalcanzables? Existe una manera —y lo digo con alegría— para que el mal pueda desterrarse para siempre. Existe un proceso mediante el cual la enfermedad y la pobreza, así como cualquier situación o circunstancia adversa, pueden apartarse de nuestro lado para no regresar jamás. Existe un método con el que se puede asegurar una prosperidad permanente, sin ningún temor a que regrese la adversidad. También existe una práctica con la que podemos alcanzar y compartir una paz y una dicha continuas e infinitas. El inicio del proceso que nos conduce a esta gloriosa realización es adquirir una correcta comprensión de la verdadera naturaleza del mal. Negar o ignorar el mal no es suficiente; éste debe ser comprendido. 

Tampoco basta con pedir a Dios que el mal se aleje; debemos descubrir por qué está aquí y qué lección nos tiene reservada. No obtendrás ningún beneficio preocupándote, enfureciéndote o luchando contra las cadenas que te mantienen atado. Lo que en realidad debes comprender es por qué y cómo estas cadenas te están esclavizando. Por lo tanto, amigo lector, debes salir de ti mismo y empezar a examinarte y a comprenderte. En la escuela de la experiencia, debes dejar de ser el niño desobediente y empezar a aprender, con humildad y paciencia, las lecciones asignadas para tu desarrollo espiritual y tu perfección última. Porque cuando se comprende y se asimila el mal de una manera correcta, éste deja de ser un poder o un principio ilimitado en el universo; se convierte en una etapa pasajera de la experiencia humana y, por lo tanto, en un maestro para aquellos que están dispuestos a aprender. 

El mal no es una entidad abstracta que se encuentra fuera de ti: se trata de una experiencia de tu propio corazón. Y, al ir examinando y rectificando con paciencia, llegarás a descubrir poco a poco el origen y la naturaleza del mal, el cual llegará inevitablemente a su completa erradicación. Todo mal puede corregirse o remediarse; no se trata de algo permanente. Se encuentra enraizado en la ignorancia: en la ignorancia de la verdadera naturaleza y relación de las cosas. De modo que mientras permanezcamos inmersos en ese estado de ignorancia, seguiremos anclados en el mal. No existe ni un solo mal en el universo que no sea el resultado de la ignorancia y, si estamos preparados y dispuestos a aprender su lección, no hay ni un solo mal que no nos conduzca a una sabiduría superior, para después desvanecerse para siempre. Sin embargo, los hombres permanecen sujetos al mal y, si éste no desaparece, se debe a que no están dispuestos o preparados para aprender la lección que viene del mal mismo. 

Conocí a un niño que todas las noches, cuando su madre lo llevaba a la cama, lloraba para que lo dejaran jugar con una vela. Una noche, la madre se distrajo un momento y el niño tomó la vela. Sucedió lo inevitable: el niño se quemó. De ahí en adelante, el pequeño ya no volvió a jugar con la vela. Con esa simple acción, el pequeño aprendió a la perfección lo que significa la obediencia y entendió que el fuego quema. Este incidente es un perfecto ejemplo de la naturaleza, significado y resultado final de todos los pecados y las malas acciones. Del mismo modo que el niño sufrió la verdadera naturaleza del fuego a causa de su propia ignorancia, los mayores sufren, a causa de su propia ignorancia, la verdadera naturaleza de las cosas que tanto anhelan y luchan por obtener. Y esas mismas cosas son las que los dañan cuando ya las han obtenido. La única diferencia en este último caso es que la ignorancia y la maldad están más profundamente enraizadas y ocultas. El símbolo del Mal siempre ha sido la oscuridad, y el del Bien, la luz. 

El mundo, un reflejo de los estados mentales 

Tu mundo será lo que tú seas. Todo lo que existe en el universo se decide en tu propia experiencia interior. Lo que existe en el exterior tiene poca importancia, ya que todo es un reflejo de tu propio estado de conciencia. Lo que en realidad importa es lo que existe en tu interior, ya que todo el exterior se verá reflejado y coloreado conforme a tu interior. Todo lo que sabes se encuentra en tu propia experiencia; todos los conocimientos que vayas adquiriendo deberán atravesar la puerta de la experiencia para convertirse en parte de ti. 

Tus pensamientos, deseos y aspiraciones forman tu propio mundo. En tu interior se hallan toda la alegría, la dicha y la belleza, así como toda la fealdad, la tristeza y el dolor que existen en el universo. Por medio de tus pensamientos creas o destruyes tu vida, tu mundo y tu universo. De la misma manera, tu vida exterior y tus circunstancias podrán tomar la forma de lo que construyas en tu interior con el poder del pensamiento. Todo lo que abrigues en lo más íntimo de tu corazón tarde o temprano tomará forma por sí mismo en tu vida exterior, de acuerdo con la inevitable ley de la atracción. 

El alma que es impura, sórdida y egoísta atrae con gran precisión la desdicha y la catástrofe. El alma que es pura, desinteresada y noble atrae con igual precisión la felicidad y la prosperidad. Todas las almas atraen hacia sí aquello que se merecen, y nada que no les pertenezca puede llegarles. Entender este hecho es reconocer la universalidad de la Ley Divina. La calidad y el poder de la vida interior de cualquier ser humano dan origen a los acontecimientos, tanto positivos como negativos. Cada una de las almas es, en sí misma, una combinación compleja de experiencias y pensamientos acumulados; el cuerpo sólo es el simple vehículo en el que se manifiestan. 

Por lo tanto, eres lo que piensas. Y el mundo que te rodea, tanto el mundo animado como el inanimado, se verá tal como lo vistan tus pensamientos. «Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado; todo está fundado en nuestros pensamientos y está hecho de nuestros pensamientos». Así lo expresó Buda. Y, por consiguiente, si un hombre es feliz, esto se debe a que tiene pensamientos felices, y si es desdichado es porque insiste en tener pensamientos que lo desaniman y lo deprimen.

 La causa del miedo o la valentía, la ignorancia o la inteligencia, la intranquilidad o la serenidad de cualquier persona radica en sus propias circunstancias y nunca fuera de ellas. Ahora me parece estar oyendo un coro de voces que exclama: «¿En realidad quiere decir que las circunstancias externas no afectan a nuestra mente?». No intento decir eso; lo que quiero decir, y sé que es una verdad infalible, es que las circunstancias únicamente te pueden afectar en la medida en que tú permitas que lo hagan.


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