El milagro más grande del mundo
Capítulo 1
¿La primera vez que le vi? Estaba, él, alimentando a las palomas. Este sencillo acto de caridad no es por sí mismo un espectáculo poco común. Cualquier persona puede encontrar ancianos que parecen necesitar una buena comida arrojando migajas a los pájaros en los muelles de San Francisco, en la Plaza de Boston, en las aceras de Time Square, y en todos los sitios de interés del mundo entero.
Pero este viejo lo hacía durante la peor parte de una brutal tormenta de nieve que, de
acuerdo con la estación de noticias de la radio de mi automóvil, ya había derribado el
récord anterior con veintiséis pulgadas de miseria blanca en Chicago y sus alrededores.
Con las ruedas traseras de mi automóvil girando había logrado finalmente subir la leve inclinación de la acera hacia la entrada del estacionamiento, que está una calle más allá de mi oficina, cuando me percaté por primera vez de su presencia.
Se encontraba de pie bajo el monstruoso fluir de la nieve sin prestar atención a los elementos, mientras sacaba de una bolsa de papel café lo que parecían ser migajas de pan, echándoselas a un grupo de pájaros que revoloteaban y descendían alrededor de los pliegues de su capote, que casi le llegaba a los tobillos. Le observé por entre las barridas metronómicas de los sibilantes limpiadores mientras descansaba la barbilla en el volante, tratando de producir la suficiente fuerza de voluntad para abrir la portezuela de mi automóvil, salir a la ventisca y caminar hacia la puerta del estacionamiento.
Me recordó aquellas estatuas de San Francisco para jardines que pueden
verse en las tiendas de plantas. La nieve casi cubría completamente sus cabellos, que le
llegaban hasta los hombros, y le había salpicado la barba. Algunos copos se habían
adherido a sus espesas cejas acentuando más sus pómulos salientes. Alrededor de su cuello
había una correa de cuero de la cual pendía una cruz de madera, que oscilaba cuando
repartía pequeñas partículas de pan.
Atado a su muñeca izquierda había un pedazo de cuerda que se dirigía hacia abajo, donde se enrollaba en el cuello de un viejo baset, cuyas orejas se hundían profundamente en la acumulación de blancura que había estado cayendo desde ayer por la tarde. Mientras observaba al viejo, su cara se iluminó con una sonrisa y empezó a charlar con los pájaros. En silencio sacudí compasivamente la cabeza y agarré la manija de la puerta. El recorrido de cincuenta y ocho kilómetros desde mi casa hasta la oficina había requerido tres horas, medio tanque de gasolina y casi toda mi paciencia. Mi fiel 240-Z, con la transmisión emitiendo una constante y monótona queja en primera velocidad, corrió a través de un terreno irregular rebasando un sinnúmero de camiones y automóviles descompuestos a lo largo de Willow Road, Edens ExpressWay, Touhy Avenue, Ridge, la parte este de Devon y la intersección de Broadway hasta el estacionamiento de la calle Winthrop.
¿La primera vez que le vi? Estaba, él, alimentando a las palomas. Este sencillo acto de caridad no es por sí mismo un espectáculo poco común. Cualquier persona puede encontrar ancianos que parecen necesitar una buena comida arrojando migajas a los pájaros en los muelles de San Francisco, en la Plaza de Boston, en las aceras de Time Square, y en todos los sitios de interés del mundo entero.
Con las ruedas traseras de mi automóvil girando había logrado finalmente subir la leve inclinación de la acera hacia la entrada del estacionamiento, que está una calle más allá de mi oficina, cuando me percaté por primera vez de su presencia.
Se encontraba de pie bajo el monstruoso fluir de la nieve sin prestar atención a los elementos, mientras sacaba de una bolsa de papel café lo que parecían ser migajas de pan, echándoselas a un grupo de pájaros que revoloteaban y descendían alrededor de los pliegues de su capote, que casi le llegaba a los tobillos. Le observé por entre las barridas metronómicas de los sibilantes limpiadores mientras descansaba la barbilla en el volante, tratando de producir la suficiente fuerza de voluntad para abrir la portezuela de mi automóvil, salir a la ventisca y caminar hacia la puerta del estacionamiento.
Atado a su muñeca izquierda había un pedazo de cuerda que se dirigía hacia abajo, donde se enrollaba en el cuello de un viejo baset, cuyas orejas se hundían profundamente en la acumulación de blancura que había estado cayendo desde ayer por la tarde. Mientras observaba al viejo, su cara se iluminó con una sonrisa y empezó a charlar con los pájaros. En silencio sacudí compasivamente la cabeza y agarré la manija de la puerta. El recorrido de cincuenta y ocho kilómetros desde mi casa hasta la oficina había requerido tres horas, medio tanque de gasolina y casi toda mi paciencia. Mi fiel 240-Z, con la transmisión emitiendo una constante y monótona queja en primera velocidad, corrió a través de un terreno irregular rebasando un sinnúmero de camiones y automóviles descompuestos a lo largo de Willow Road, Edens ExpressWay, Touhy Avenue, Ridge, la parte este de Devon y la intersección de Broadway hasta el estacionamiento de la calle Winthrop.